GUADALAJARA, JALISCO (20/NOV/2016).- Todo comenzó mientras me encontraba de viaje en Irapuato. Era la primera vez que me aventuraba en solitario con mi cámara fotográfica. Tras deambular por la ciudad, llegué al Palacio Municipal y aproveché su hermosa arquitectura para tomar algunas fotografías, primero de fuera, luego del interior del lugar. Desde que llegué, captó mi atención el espléndido mural con la que se adorna una media bóveda del recinto.Luego de tomar varias fotografías desde el primer piso, subí para tener un mejor ángulo de sus detalles más finos. Sus tonos colorados y las expresiones furibundas de los personajes plasmados me animaron a experimentar con la cámara. Estuve unos minutos jugando la luz y los encuadres que quería hacer, hasta que escuché a lo lejos unos pasos que de a poco se aproximaban.Estaba tan absorto en la cámara que no me di cuenta en qué momento apareció una mujer a mi lado. La vi de reojo primero y luego no tuve de otra más que observarla bien. A primera vista me pareció que estaba en sus “cuarenta y tantos”, vestida con camisa bien fajada y pantalón, ambos en el mismo tono color azul oscuro. Su cabello, de un tono cobrizo apagado, iba recogido todo con chongo, en el que apenas se asomaba una que otra cana.El maquillaje se hacía presente de forma muy suave en su rostro, cuyo semblante se debatía entre el cansancio el bochorno por el calor. Pero había algo que rompía el cuadro de agotamiento: Su mirada presentaba un vivo interés por lo que hacía, pues, como ella afirmó a los pocos minutos de comenzar a platicar, es poco común que los visitantes lleguen al Palacio Municipal de Irapuato, o para acabar pronto, que visiten Irapuato.Le expliqué por qué estaba tomando fotografías. Le dije que soy reportero y que las imágenes me servirían para una nota turística de la ciudad fresera. Y aunque ella puso atención a lo que le decía, fue la palabra “turismo” fue lo que desató los pensamientos que se agolpaban en su mente.“Hace años que no salgo a hacer turismo o pasear o distraerme o a algo. De hecho, en mi vida creo que he salido del Estado. ¿Cómo le vamos a hacer? ¿Con qué? Es un lujo a veces salir a pasear a la ciudad donde uno vive, ahora, ¿salir a lugares lejanos? No, no se puede. El horno no está para bollos. Se gana una miseria”. Le mencioné que bien planeadas las vacaciones no tenían que costar un ojo de la cara, pero ahora pienso, mis palabras -si es que las escuchó-, le entraron por un oído y le salieron por el otro, pues ella siguió como si nada. “La única vez que he salido de vacaciones fue a León (que está más o menos a una hora de Irapuato), y no conocí el Centro, no conocí las plazas, no conocí nada. Que muy bonitos zapatos, que muy bonito el cuero, que muy sabrosa la comida, pues quien sabe. Para mí, no hubo nada. Fue hace tres años, que salí con mi hermana. Llegamos a un lugar horrible. Era un hotel baratísimo, frente a un terreno baldío. En la recepción nos advirtieron que esa zona era peligrosa y mejor era no intentar salir de noche. Apenas llegamos al cuarto y vimos desde la ventana como navajeaban a una muchacha en ese descampado. ¿Cree que salimos después de eso?”.La mujer describió el asalto con exactitud y terror. Y tras ese hecho, decidió que más valía estar en casa, aburrida pero segura; que de viaje y expuesta a todo tipo de atrocidades. Yo le comenté que al menos regresó con “bien” de esa experiencia desafortunada, pero ella, claro está, no estaba para consuelos, sino para quejarse.“Pues no se crea. No se crea...porque la gente aquí también es... canija. Se juntan en bolitas, se juntan en pandillas y son muy peligrosos. Y también llegaron muchas personas de otros lados. Que vienen a hacer desmanes, a robar, secuestrar. Vivimos -se me acercó, como si la soledad del Palacio no le resultara suficiente y las paredes escucharan sus palabras- con mucho miedo. Mucho. Yo me levanto, salgo de casa, tomo el camión a mi trabajo, y de regreso. Camión-trabajo, camión-trabajo. Nada de salir. Nada. Hay miedo. Mucho”.Dicho esto, la mujer miró a su izquierda y derecha. Luego volvió a clavar sus ojos acuosos en mí. “Yo que usted me cuidaba, joven. Me dice que no es de aquí y esa cámara puede llamar la atención. A una muchacha que conozco le cortaron un dedo de la mano cuando le robaron el celular. Tenga cuidado”.Si bien no escondí mi cámara, si la sujete con más fuerza tras sus palabras. Ella nada más sonrió se dio la vuelta y se fue, y yo agradecí que esa señora, dueña de un montón de historias macabras, se alejara.Convenientemente olvidé mencionar dos cosas al describirla: Ella usa una placa y una pistola. Esta mujer, la que vive con un miedo atroz en la ciudad de las fresas, trabaja como... policía en el Palacio municipal. Es imposible conocer los caminos de una conversación cuando esta nace de la mera casualidad...EL INFORMADOR / FRANCISCO GONZÁLEZ