Martes, 05 de Noviembre 2024
Suplementos | El bar es el sitio para conversar con amigos

La conversación es un juego de billar

El bar es el sitio para conversar con amigos que con suerte lo son una vez que uno se despide y traspone la puerta de salida

Por: EL INFORMADOR

Atmósfera. Aspecto de una noche en el bar San Bernardo. ESPECIAL /

Atmósfera. Aspecto de una noche en el bar San Bernardo. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (07/JUL/2013).- Las ideas van de un lado a otro, buscan su punto de reposo. La tentación estriba en enumerar los hechos de mi estancia en Buenos Aires uno a uno, abrigar con la memoria los detalles sin excepción, es la tentación funesca. Más bien me gustaría ceder mi tiempo de revivencia, de escritura, al simple acto de tejer palabras, entramar frases, a la manera de mi abuela María, que era costurera.

Sé que de pronto, si continúo por el camino de las benevolentes noches en distintos bares de la ciudad, corro el riesgo de abominar yo mismo de ese machacar un acto repetido por mera necesidad biológica: el bar es el sitio para conversar con amigos que con suerte lo son una vez que uno se despide y traspone la puerta de salida, el espacio para poner en contradicción personalidades de tonalidades diversas y sacar provecho al tiempo intensificando los segundos.

La tentación sería, por ejemplo, escribir una fecha: 16 de marzo de 2013. Una cita: Martín Gambarotta, su novia March. Un sitio de encuentro: el bar San Bernardo. Y, el dato final: 21 horas. Quise tomar el colectivo 93 en Carranza para de ahí bajarme en Corrientes y caminar rumbo a la calle Acevedo. De haber llegado dos segundos más temprano a la parada y no demorar cinco segundos verificando si tenía la llave en el bolsillo y la hora, habría arribado al autobús en lugar de ver su trasero alejarse Carranza arriba.

Me decidí por un taxi. El chofer me explicó que la preferencia de las calles era nula… avanzaba el primero que había metido la defensa. Por supuesto que ya me había dado cuenta de manera experimental.

No había anotado en mi cuaderno ni el nombre del bar ni el cruce de calles donde lo encontraría, confiándome –válgame– a mi memoria. Llegué unos quince minutos más temprano de lo acordado, me enfilé a buscar el bar, caminé por Acevedo, pregunté a los vecinos; un anciano de cabello largo y canoso me señaló la primera pizzería que se le ocurrió en una esquina. No, no era en Acevedo, unos muchachos me enviaron a Corrientes.

Fue el momento en que por fin la información me cayó como un veinte en la ranura del cerebro: ¿San Bernardo? ¿Un bar con nombre de santo? Debía haber alguna equivocación, me confié demasiado en mi memoria a corto plazo, la peor de todas –suelo tener un control mayor de los acontecimientos lejanos, tal vez porque la ficción cubre las lagunas de datos útiles.

Sin el nombre en la fachada, un bar con unas quince mesas de billar. Al entrar, un piso roto y descuidado que me recordó a ciertas cantinas en Guadalajara, al café Madoka –al que Rulfo era adicto. Pero esto era Buenos Aires, y el letrero mal que bien pintado sobre la barra, inequívoco: bar San Bernardo.

Me preguntaba por qué Martín Gambarotta me había citado casi a media noche. Pronto me di cuenta. Estaba embebido con el juego de billar de unos jóvenes como de dieciocho a veinticinco años, el chocar de los tacos contra las pelotas, las pelotas unas contra otras o las paredes de las mesas. El mesero, un adusto buldog, me ignoraba. Yo, contento. Incluso usé una de las computadoras polvosas que tenían en un rincón para confirmar en internet los datos de la cita. No tomé la precaución de buscarlos en Google o Facebook para identificarlos, por lo que interferí algunas charlas para averiguar si Martín se hallaba entre los presentes: Martín y su novia estaban demorados.

No tardó mucho en llegar March, quien debió saber que se trataba de mí enseguida por mi facha impaciente. Nos saludamos emotivos: ella, por medio de la poeta Minerva Reynosa, me había guiado en mi búsqueda de alquiler en Buenos Aires, eso bastaba para dar al encuentro una nota de familiaridad.

March apenas había salido de trabajar, es periodista del diario Clarín, en la sección de Cultura. Y Martín, jefe de información en un diario que se publica en inglés… es decir, el tiempo no era algo que pudieran controlar. Me sorprendí de que el buldog que servía los tragos respondiera a su llamada con amabilidad. March pidió un fernet con Coca Cola, una bebida un tanto de moda originada en la provincia de Córdoba, y yo una cerveza… el mesero trajo una Quilmes de a litro.

Conversamos hasta que no mucho después llegó Martín con rostro distraído. Se sentó un poco de lado, como estableciendo una distancia crítica entre ambos. En alguna charla con algunos chicos nacidos en los ochenta, me decían que era uno de sus dioses tutelares junto con Fabián Casas, Washington Cucurto, Juan Desiderio, Alejandro Rubio y Daniel Durand.

Martín llegó con bastante hambre, así que pidió un sándwich al momento. Me preguntó si deseaba algo y ante mi negativa se dedicó a devorar el platillo que no tardaron en llevar a la mesa. Nuestra charla versó pronto sobre la vida cultural en México y Argentina. Anotó en su libro Punctum, que me regaló, una dedicatoria que mi vanidad me impide soslayar: “Para Carlos, mítico editor de Metrópolis”.

La plática con Martín y su novia pronto tomó un cariz ameno. Desfilaron autores, personajes, anécdotas de su visita a México hacía dos años y de mi estadía en Baires ocho años atrás. Al final estábamos de acuerdo en que el chileno “Francisco” Zurita era el papa de los poetas y Gerardo Deniz un autor ineludible. Son pocas las mesas para quienes desean beber. El secreto es que en realidad todas y cada una son para el billar, así el juego sea la conversación.

Pero no quiero repetirme. No quiero terminar con alguna frase contundente para dar el martillazo de subasta que indique al último párrafo como vendido. No quiero decir que esa noche regresé a las cuatro de la mañana pensando en un próximo encuentro, ahora con uno de los tequilas que cargué en la maleta desde México. No quiero decir que fue una de las más entrañables conversaciones que tuve en Buenos Aires, con March y el autor de versos como estos (cito con maña e improvisación):

“…no hubo, no hay, mejor serie que Kojak,

ni máscara más concreta

que estas antiparras de soldador

para pasar la poda de la noche

neutra, no hubo, noche

neutra ni clara, no hay martillo

neutro ni pesado, no, que martille

agarrando el mango del martillo

para martillar con el martillo

la madera de los hechos, no hubo,

no hay…”.

Tapatío

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