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Fractura

La polarización política en Estados Unidos presagia un contexto ingobernable tras los comicios del próximo martes

Por: EL INFORMADOR

La agitación que Trump encabezó no desaparece con una urna el próximo martes. AFP / B. Smialowski

La agitación que Trump encabezó no desaparece con una urna el próximo martes. AFP / B. Smialowski

GUADALAJARA JALISCO (06/NOV/2016).- Al escribir estas líneas, el común denominador de las encuestas coloca a Hillary Clinton con amplias posibilidades de despachar en la Casa Blanca a partir de enero. Los sitios de internet realclearpolítics.com y fivethirtyeight.com, espacios de agregación de estudios que sirven de base para predecir resultados con más exactitud, la dan a la demócrata entre un 65 y un 72% de probabilidad de ganar la elección. Es cierto, la elección se ha cerrado por múltiples motivos, que van desde la toma de postura de los indecisos hasta la investigación anunciada por el FBI a los correos electrónicos de Hillary Clinton. Sin embargo, todo indica que conquistando algunos estados fluctuantes (swing states), Hillary podría alcanzar más de 300 votos en el colegio electoral y convertirse en la primera mujer que encabeza la Presidencia del país más poderoso del mundo.

De la misma forma, las tendencias indican que los republicanos conquistarán la Cámara de Representantes. La hegemonía de los conservadores en el centro y sur de la Unión Americana, provoca que los demócratas no estén en posibilidades de arrancarles el control de la Cámara Baja. Por el contrario, el Senado sí pasaría a formar parte del activo demócrata. Es decir, más allá del resultado presidencial del próximo martes, es innegable que el futuro político de Estados Unidos huele a bloqueo y parálisis. Ni Hillary Clinton ni Donald Trump tendrán la posibilidad de poner en marcha la totalidad del programa de propuestas al que se están comprometiendo en la campaña. Un gobierno dividido que puede emular la polarización que acechó a Barack Obama a partir de su segundo año de Gobierno. Y qué decir de los últimos dos años en los que Obama ha tenido que gobernar a fuerza de decreto ante un Poder Legislativo que no tiene la más mínima voluntad de colaborar con quien piensan que es el origen de todos los males de los Estados Unidos.

Si no hay un vuelco inesperado, Estados Unidos saldrá profundamente dividido y polarizado de la jornada electoral del próximo martes. Los tres debates presidenciales evidenciaron la disimilitud de concepciones nacionales existentes en los dos candidatos. Los consensos están rotos. La imagen que Trump construye de Estados Unidos es la de un gigante humillado, una grandeza perdida, una potencia en declive, un país asolado y perjudicado por los extranjeros, y con un panorama oscuro en materia económica. Por el contrario, los Estados Unidos de Clinton constituyen la potencia en reconstrucción, el país de los derechos humanos, la nación próspera y con futuro, el país de la responsabilidad, y que tiene en la desigualdad su principal reto de futuro. Nunca dos candidatos habían estado tan lejanos, nunca dos aspirantes a la Casa Blanca habían tenido diagnósticos tan discrepantes de las “enfermedades” que afectan a los Estados Unidos.

Sin embargo, la división política en Estados Unidos no es sólo un asunto entre élites. La sociedad americana atraviesa por un malestar endémico y profundo con su clase política, que no tiene parangón en la historia contemporánea de nuestro vecino del norte. Las cifras no mienten. Seis de cada 10 estadounidenses dicen no tener voz en los asuntos públicos; siete de cada 10 consideran que los políticos sólo ven por sus propios intereses; cinco de cada 10 están insatisfechos con la democracia de su país. Tras la euforia que rodeó las victorias electorales de Obama, en particular la primera, buena parte de la sociedad americana parece haber caído en una repentina depresión política. El malestar con la clase política no es monopolio de unos cuantos antisistema que acamparon en el corazón financiero de América para oponerse a una economía que enriquece al 1% y olvida al restante 99%. “Ocupa Wall Street” simbolizó el malestar de un segmento juvenil que entendía que la connivencia entre políticos y banqueros había ocasionado la Gran Depresión de 2008-2009, y que sin embargo quien pagó la factura fue la sociedad en su conjunto.

No, el malestar ya no pertenece sólo a un grupito de radicales, como fueron catalogados por algunos medios de comunicación en su momento. Ahora, Estados Unidos vive una tremenda crisis de representación política. Una crisis que pone en el centro del debate a esa casta de políticos y magnates que han “secuestrado la democracia”, como los llama el periodista británico Owen Jones en su libro El Establishment. El movimiento que ha logrado articular Donald Trump es la afrenta antisistema más importante que ha tenido lugar en un país desarrollado. No hay movimiento político antisistema más masivo que el que encabeza Trump en Estados Unidos. Es posible que el martes, más de 45 millones de americanos voten por un candidato racista, xenófobo, misógino y que busca convertir a Estados Unidos en una fortaleza amurallada. Resulta paradójico que la respuesta de Trump ante lo que él define como la decadencia de los Estados Unidos sea darle la espalda a todo ese sistema global de libertades económicas que hizo de Estados Unidos el Hegemón incontestable durante prácticamente un siglo. Trump es un candidato no liberal y eso descoloca a los mercados financieros.

Una hipotética victoria electoral de Clinton no alivia la crisis. El temor mundial ante una posible candidatura exitosa de Trump no obedece a un encanto con la candidata demócrata. El republicano se ganó la repulsión de una parte de su país y del mundo, por su discurso excluyente y cargado de odio. Sin embargo, Hillary es la construcción más simbólica de lo que significa el establishment en el mundo actual. Si no fuera por Obama, los Clinton y los Bush se hubieran repartido el poder durante un cuarto de siglo en un país que siempre ha presumido su aversión por las dinastías-aunque gobernado por ellas. Sólo el miedo a un Trump impredecible e infumable ha hecho de la ex secretaria de Estado, una candidata con amplias posibilidades de ganar el próximo martes. Si Hillary es presidenta no será por representar un proyecto creíble para el futuro, sino por la aversión que despierta el magnate neoyorquino.

La agitación que Trump encabezó no desaparece con una urna el próximo martes. Nos puede disgustar mucho el personaje, pero el republicano representa a una masa de ciudadanos golpeados por la crisis económica, que no han saboreado las mieles de la incipiente recuperación y que sienten un alejamiento crónico con las élites políticas de su país. Lo preocupante no es Trump, aunque parezca que el diferendo se resuelve con su derrota en los comicios. Lo que deberíamos entender es que una parte importante de los ciudadanos del país más poderoso del mundo ya no encuentran respuestas en el viejo sistema. Como magistralmente desmenuza Tariq Ali en un extraordinario texto titulado “el extremo centro”, las democracias más desarrolladas del mundo enfrentan una contestación ciudadana ante lo que parecen consensos inamovibles; decisiones que no se pueden ni discutir y que delinean un continuum que Ali califica como “extremo centro”. Por derecha y por izquierda, los viejos consensos liberales en materia económica, política y social se encuentran en tela de juicios por candidatos como Sanders o Trump. Si estos consensos que estructuraron a Estados Unidos en el siglo XX no estuvieran a debate, ¿Cómo entendemos que un candidato se atreve a desafiar los resultados de la elección, a poner en duda si acepta o no su derrota? Antes hubiera sido impensable un candidato que pusiera en tela de juicio la justicia de las elecciones en Estados Unidos.

La elección de 2016 es el inicio de una reconfiguración del proyecto político de la Unión Americana. Es cierto que, en el pasado, han existido movimientos como el Tea Party que cuestionaron el extremo centro que plantea Tariq Ali. Sin embargo, las fuerzas que desató Trump no son menores. El candidato republicano sacó del clóset a grupos racistas que se encontraban dormidos o en la clandestinidad, facciones supremacistas que rozan los planteamientos de Hitler y los peores instintos de las clases no educadas en Estados Unidos. Quien piense que la derrota de Trump cerrará los debates que utilizó como ejes de su campaña, no entiende a profundidad lo arraigadas que están las ideas antes mencionadas en amplios segmentos de la sociedad americana. Hay un riesgo latente de que Trump pierda la elección, pero gane en colocar las prioridades que debe asumir el próximo Gobierno.

Hillary Clinton no es la cura para la enfermedad política que afecta a la que durante décadas fue definida como la democracia más sólida del mundo. Al igual que los países europeos, Estados Unidos enfrenta una rebelión orquestada por los grupos más conservadores de su sociedad para combatir los privilegios e ineficacia de una élite política que juzgan de parasitaria y rentista. Obama supuso un instante esperanzador, un afroamericano, venido de la cultura del esfuerzo, se convertía en el hombre más poderoso del mundo. Sin embargo, la decepción actual es también producto de muchas esperanzas que defraudó. La fractura que vive la sociedad americana no se resolverá en las urnas, aunque la fórmula Trump en la Presidencia sólo ahondaría la brecha y la fractura entre las dos américas. En dos días sabremos quién será la o él presidente por los próximo cuatro años, en un escenario de descrédito y hartazgo con la política y los políticos.

Tapatío

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