Martes, 10 de Diciembre 2024
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Fatiga Crónica

“Una limosna para este pobre viejo”

Por: EL INFORMADOR

Quemar al “Viejo” era una tradición, que ahora se ve gastada. J.LÓPEZ  /

Quemar al “Viejo” era una tradición, que ahora se ve gastada. J.LÓPEZ /

GUADALAJARA, JALISCO (08/ENE/2011).- En mi niñez, el último día del año tenía un significado muy claro: quemar al “Viejo”. No recuerdo ninguna otra fecha del año en que me lograra quedar despierto más allá de la media noche, al menos voluntariamente.
Quemar al “Viejo”. Paso a explicar: los 31 de diciembre de cada año, los vecinos de mi abuelita, los Alvarado, hacían un muñeco, de tamaño natural, con ropa usada que pedían a lo largo de la semana en la cuadra y lo rellenaban de papel y tela. A ese mono le colocaban un palo de escoba en la espalda, para que se mantuviera erguido (y, principalmente, para “bailarlo”).

Justo a las 12 de la noche, a veces antes, regularmente después, aparecían los Alvarado (que eran como 900 mil y que cabían en una pequeña casita de interés social), todos con silbatos, matracas, trompetas y cualquier cosa que hiciera ruido, cantando: “una limosna para este pobre viejo/que ha dejado un hijo/para el año nuevo”, cantada por los Joao (porque no sé cómo le hacían, para cargar también una grabadora gigante con bocinas gigantes y llevarla en su peregrinar por toda la cuadra).

El chiste entonces era seguir al que iba cargando al “Viejo”, regularmente alguien no sólo lo suficientemente alto, sino con dotes de titiritero, pues había que “hacer danzar” al “Viejo”, que tenía que ir, casa por casa, pidiendo monedas. Las monedas se iban colocando en un botecito.

Cuando al final se había ya visitado toda casa que estuviera a la mano o se había llenado el botecito de dinero, se llevaba al “Viejo” al centro de la cuadra, frente a la casa de los Alvarado y se le colgaba como piñata. Antes, se le colocaban cuidadosamente en todo su cuerpecito de franelas, tul y organdí, todas las monedas recolectadas. Ya que estaba listo para el paso a otro estado de la materia, alguien se acercaba y le rociaba alcohol (en una ocasión me acuerdo haber visto que le echaron encima una botella de Don Pedro). Y, finalmente, le prendían fuego.

Y ahí estaba, a mitad de la cuadra, en lo alto, el “Viejo” ardiendo, quemándose sin piedad, ante la mirada de todos a su alrededor, que esperaban el momento en el que las monedas fueran cayendo, claro, para agarrarlas.

Pues bien, cada año pasó en esa recóndita infancia en la que escudriño hoy, un suceso que marcó aquella quema del “Viejo”.
En una ocasión, mientras esperaba a que me cayera una moneda cerca de donde me encontraba, vi caer una de cinco pesos y sin pensarlo la agarré. A penas la contuve en mi puño la solté dándome una quemada de aquellas de una semana con ámpula. Ya luego entendí (pero es que tenía siete años, no me exijan mucho, pues) la razón por la cual los Alvarado salían a ver quemarse al “Viejo” con un vaso en la mano (no porque fueran muy briagos... o sí, pero no era por eso por lo que llevaban el vaso lleno): cuando caía una moneda, le echaban líquido encima para enfriarla, antes de agarrarla.

Otro episodio relacionado con la quema del “Viejo” le causó un fuerte coraje a mi abuelita. Mis primos (los “Hugos”, que eran una versión primitiva de Pinky y Cerebro), creyeron conveniente que saliéramos a hacer relajo con el “Viejo” en su peregrinar por la cuadra pidiendo dinero, golpeando unas cacerolas con unas pinzas. Salieron entonces de la casa de mi abuelita con las tres cacerolas y las tres pinzas (entiendo que mi abuelita tuviese tres cacerolas, pero, ¿por qué tenía tres pinzas de mecánico? Misterio). Me debió haber parecido raro que tomaran utensilios de mi abuelita, cuando ellos vivían a tres casas de ahí, en la misma cuadra (Pero tenía ocho años, ya dije que no me exijan mucho).

Total que ahí vamos, péguele y péguela los tres, cada quien a nuestras cacerolas con las pinzas de mecánico. Al final, quemado el “Viejo”, me di cuenta que las abolladuras que les habíamos hecho a las cacerolas las habían dejado poco menos que inservibles. Pero igual, como si de verdad creyéramos que mi Abue no se iba a dar cuenta, las fuimos a guardar en el mismo lugar de donde unas horas antes los “Hugos” las habían sacado. Qué íbamos a saber entonces que las cacerolas eran nuevas, eran un regalo y casi casi eran milagrosas. Milagrosas milagrosas, pero no obraron el milagro de no abollarse.

Ya tenía yo más de 10 años la última vez que vi quemarse al “Viejo”. Y ni siquiera se terminó de quemar: llegó una patrulla y nos hizo apagar aquella “barbarie” (según dijeron) o habría multa por contaminar el aire. Hoy se habla mucho de eso y es hasta normal, pero hace 30 años a nadie se le ocurría eso de no contaminar el ambiente.

El siguiente año hubo “Viejo”, bailó, pidió dinero, pero no se quemó: lo colgaron y lo sacudieron para que se le cayeran las monedas. Y al año siguiente hubo y quizá dos o tres años más. Hasta que dejó de haber.

Hoy, cada fin de año, aunque no se queme ya el “Viejo”, me arde la quemadura en la mano, escucho el relajo en mi cabeza y hasta creo verlo arder, si abro bien los ojos

Tapatío

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