Viernes, 24 de Mayo 2024
Suplementos | Por Juan Palomar

Diario de un espectador

(jpalomar@informador.com.mx)

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (28/ENE/2012).- El brillo del sol en la hoja del helecho denota la latitud del día. Pero antes: es muy temprano y la caja del agua comienza su rotación rumbo al plateado: por lo pronto refleja un muy cierto anaranjado sobre el cielo aún oscuro del poniente. Pájaros invisibles van diciendo el preámbulo de la mañana. Provenientes de las orillas, los pardos camiones primerizos cruzan por la calle recién barrida dejando una estela de humo, haciendo vibrar las ventanas. Casi nadie camina por las calles, pero dos niños avanzan alegres sobre la banqueta desmolachada, dueños del invencible secreto que vuelve a los días nuevos.    

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My architect, es una conmovedora película. Quien dice así, “mi arquitecto”, y quien dirige este proyecto, más aún que esta película, es Nathaniel, el hijo de quizás el mayor arquitecto norteamericano del siglo XX: Louis I. Kahn. Porque el proyecto de Nathaniel es, ni más ni menos, que la recuperación del padre: una de las empresas intemporales y señeras del hombre. Louis Kahn fue siempre un enigma. Chaparrito, la cara deformada por las cicatrices de sus quemaduras infantiles, hijo de inmigrantes que se llamaban de otro modo, falto de trabajos arquitectónicos relevantes hasta bien pasada la cincuentena, dueño de una complicada vida privada que incluía tres mujeres simultáneas y sus descendientes, iluminado y depresivo por turnos, llegó a levantar algunas de las arquitecturas más poderosas y significativas de la historia. Es frecuente que los visitantes de, por ejemplo, su Salk Institute de La Jolla, California, terminen la visita entre discretas lágrimas de asombro y agradecimiento.

My architect, sin embargo, trasciende el mero elogio al arquitecto. Es una “carta al padre” inevitablemente tardía pero siempre oportuna. Es una indagación en la condición humana, en las relaciones padre-hijo, en los límites de la memoria y el cariño. Juntos los tres hijos de diferente mujer, en una escena, comparten perplejidades y recuerdos: y una vieja película casera en blanco y negro muestra al padre jugando, sonriendo, siempre un poco ausente, como alguien que se recuerda siempre yéndose. Como siempre se terminan por ir los padres. La película ilustra la peregrinación del hijo por los lugares en donde “su arquitecto” dejó sus obras, buscando trazas y pistas, hablando con quienes lo conocieron. Al final, quedan los espacios por únicos testigos del misterio de un hombre y sus visiones. Queda el hijo, reconstruyendo su propia vida.

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En la casa de José Guadalupe Zuno, por la vieja Avenida del Bosque, tuvo lugar la presentación de un libro póstumo de un personaje inolvidable: el poeta Miguel Ángel Hernández Rubio, el Mike (1956-2010). Sus amigos, a través de Ediciones Coyote, dan a la luz esta Declaración de principios del Mike, seguida por varios textos de homenaje. Varios de ellos se encontraron en la casa Zuno para presentar el libro, para leer sus textos, tomar un tequila, pero sobre todo para volver a acordarse de un poeta original y vigoroso, dueño de atisbos y trayectorias que en esta afortunada edición vuelven a quedar patentes. Desde las viejas calles de Guadalajara al puerto de San Blas. El poemario abre, inolvidablemente: Por las enredaderas del azar/ trepé a tu corazón lleno de flores. Y de allí pa’l real, el Mike se explaya, de cuerpo completo. Dice de él Javier Ramírez: “Miguel Ángel, el Mike, era un ser noctívago que en sus andanzas traía los sentidos dispuestos a enfrentar el repentino sinsentido de la vida que podía darle alguna sorpresa a la vuelta de cualquier esquina. Andaba, también, al acecho de un trago, de una charla, de un amor o de su antídoto; los ‘polvos del antiamor’. Lo demás era literatura, esa novia escurridiza en la que fincaba su razón de ser en este mundo”.

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Leonard Cohen acaba de publicar en internet su anunciado nuevo disco: Old ideas. Diez canciones dichas, casi más que cantadas, que van tomando posesión del ánimo como una misteriosa planta invisible. Cohen, como aconsejaba aquella buena viejita, va sabiendo tomar su derecha ante el embate de los años, y resguarda su voz de compromisos que quizás ya se le compliquen. Pero, siempre y sobre todo, el estilo –y la inteligencia- es lo suyo. Una instrumentación sofisticada y discreta, coros atinados, contrastes elocuentes: y algunas de estas composiciones serán, sin duda, otros clásicos de la desesperanza, el humor desencantado, la insólita y al final consoladora reflexión sobre la vida, el amor, la muerte. Viejas ideas, pues: tan nuevas como siempre. Va un ensayo de traducción de una de estas canciones, Loco para quererte:

Tuve que enloquecer para quererte

Tuve que irme al mero pozo

Tuve que pasar tiempo en la torre

Rogando como loco por salir

Tuve que enloquecer para quererte

A ti que jamás fuiste la elegida

A la que busqué por el dolorido recuerdo del corazón

Sus lazos y su blusa desatados  

A veces tomaba la carretera

Soy viejo y los espejos no mienten

Pero la locura tiene lugares para esconderse

más profundos que cualquier adiós

Tuve que enloquecer para quererte

Tuve que dejar todo caer

Tuve que ser gente que detestaba

Tuve que ser ya nomás nadie

Estoy cansado de escoger al deseo

Me ha salvado la bendita fatiga

Las puertas del compromiso liberadas

Y nadie ensayando la fuga

A veces tomaba la carretera

Soy viejo y los espejos no mienten

Pero la locura tiene lugares para esconderse

Más profundos que cualquier adiós

Tuve que enloquecer para quererte

A ti que jamás fuiste la elegida

A la que busqué por el dolorido recuerdo del corazón

Sus lazos y su blusa desatados

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