Viernes, 10 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADAJARA, JALISCO (11/SEP/2010).- Tormentas. Dos tardes en la semana recibieron la intensa, transfigurada visitación del temporal embravecido. El jardín se recoge sobre sí mismo, atiende al llamado del agua, bebe cuanto puede. Las plantas se inclinan y comienzan un leve balanceo que se acuerda con el ritmo febril de las gotas innumerables. En la intrincada partitura que la tormenta va dictando cada rama y cada hoja interpretan fielmente su parte. El ruido del tráfico al rodar sobre charcos y corrientes establece una tela de fondo en la que los sonidos acuáticos sumergen a la ciudad en otra dimensión. Un ámbito que, en los pliegues del aire, inmediato y remoto, siempre está allí.  

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Austeriana. Cuatro o cinco visiones de ese hombre es lo que, después de algunos años, quedaba de él. Su manera de encender los cigarros, protegiendo brevemente la llama con la palma extendida. El brillo entonces del anillo. El gesto displicente con el que se sacudía las pequeñas contrariedades y mezquindades que los días acarreaban. La mirada irónica, levemente retadora, que le merecían los que se pretendían poderosos. El continuado asombro, reflejado en un humor alegre y reposado, ante la posibilidad de cada mañana. Pero la memoria, como un océano incontenible, lleva y trae sus mareas que siguen erosionando las costas del recuerdo. Y, otras veces, mediante sus pacientes trabajos, devela playas olvidadas en las que refulgen, restos dorados, ciudadelas enteras por donde brevemente caminan el pasmo y el reconocimiento. Así, de un sueño o un parpadeo de la luz en una ventana alta, surge la chispa que provoca breves incendios gozosos: entre sus llamas, aparece una visión que se creería a jamás perdida. Y se ve, como si fuera ese día, a aquel hombre subiendo la escalera, asomándose por preciosos instantes a la ventana, diciendo algo ya inolvidable. Y luego sigue subiendo.

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Jugando solitario, por ejemplo. Unas barajas pequeñas, de impecable factura. ¿Cómo era que las hileras tenían esa perfecta composición? Sobre el tapete verde reclinado, el humo subiendo lento contra la ventana en losanges. Horas quietas en que se desterraba el fantasma del hastío, el ala negra de la desdicha. Ahora, la pantalla despliega otros solitarios, las barajas se habrán guardado en algún cajón meticuloso: el solitario, imperceptiblemente ligado a tantos otros, sigue extendiendo sus enigmas. La misma partida continúa su curso. Solitaire, solidaire.

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Historias de un patio. Se extiende a lo largo de toda la construcción, su oficio es el de propiciar el silencio, afinar la quietud, decantar la luz. Dos praderas verdes, a un nivel más bajo, comunican en su leve inaccesibilidad la vocación del espacio a la fugacidad, al mero tránsito, a la ausencia. Seis pasarelas comunican los dos cuerpos que separan unos cuantos, justos pasos. El patio fue construido para ser visto al sesgo, para irse. Y, a la vez, desde las ventanas que desde un costado a él se asoman, para absorber la luz intocada, el puro transcurrir del tiempo. Enfrente, los lienzos desnudos y nobles de dos grandes muros ciegos, dos pantallas propicias a los juegos del sol. Por eso el patio tenía que albergar lo menos posible, casi nada. (Luego sucede que aparecen unas palmas fortuitas y huérfanas de lugar: las praderas, ingenuamente, pierden su elemental vacío.) Las ventanas que beben de este aljibe de luz fueron dispuestas en una retícula trabajosamente proporcionada para formar una celosía -roja- que module la luminosidad, que rinda homenaje a la vieja y dorada proporción que los griegos depuraron hasta el delirio, que contenga los lugares del trabajo y la discusión y establezca el contrapunto con la invisible y poderosa presencia de la vasta posibilidad que el volumen de luz y aire y tiempo encierra. (Corte. Aparecen ahora unas asépticas y brillosas ventanas de aluminio. Desaparece la celosía, la tensa vibración del rojo). Otro patio, contiguo, da acceso a un auditorio en la punta del edificio. Un volumen bajo y también rojo, de un color y una textura destinados a jugar con las estaciones, y un liviano muro blanco, lo contienen. (Este último, humilde y esencial pieza de la composición, es removido por la miope necedad, y los patios diferentes y disímbolos, se confunden para su general perjuicio).

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Para asegurar el tránsito de las tormentas sobre la azotea, dispuesta como una vasta terraza, se instalaron una serie de gárgolas. Con toda deliberación, estas piezas fueron mandadas a hacer con los artesanos de Santa Cruz de las Huertas, maestros indiscutidos, por muchas generaciones, en el trabajo del barro. Casi no queda quien continúe con este noble oficio: la lámina, el fierro, el plástico y la simple falta de apreciación por las buenas hechuras han arrinconado a su artesanía. Los días pasados en Santa Cruz de las Huertas, las morosas pláticas con los artesanos, la determinación de dimensiones y características, el esfuerzo de convencer a quien fue necesario, culminaron en la airosa instalación de estos benévolos cañones de lluvia. Con su sola presencia, sus encantadoras y mínimas ornamentaciones, establecieron un significativo contrapunto en una edificación cuyo parco lenguaje, sus escuetos materiales, hablan de los tiempos que corren.  La batería de conductos de barro fue un cumplido homenaje a todas las edificaciones que fueron, levantadas con el honrado esfuerzo de albañiles y artesanos, resueltas con eficacia, sencillez y gracia. (Y luego, un manotazo autoritario y equívoco sustituye las gárgolas de barro por tubos de fierro…). El patio, el edificio, la torre roja, el ánimo que los levantó, ajenos a mudanzas y veleidades siguen, sin embargo, interperritos en su navegación.

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En lo más intrincado de la tormenta, el patio se convierte en una pura precipitación, un macizo ámbito de agua cerrado sobre su líquida sustancia. El aljibe fluye, el cielo bajo cubre sus preciosos caudales. Dentro del patio, dentro de la caja acuática y sonora que condensa la tarde, la gárgola establece su propia lluvia: su chorro entusiasta dibuja su presencia triunfante, gozosa y densa entreverada en el delicado trazo de la tormenta que, como una aparición, sigue cayendo en la memoria.

Tapatío

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