Suplementos | Juan Palomar Diario de un espectador John Fowles, fue uno de los novelistas británicos más notables de la segunda mitad del siglo XX Por: EL INFORMADOR 7 de agosto de 2009 - 21:33 hs Atmosféricas. Una estrella fugaz pasa, gloriosamente, con dirección al norponiente. Su trazo dorado permanece vibrando mucho rato después en el agua dormida de la pila. La noche vista: unas palabras que regresan: No despiertes aún/ yo he pasado por tí/ la noche en blanco. Amanece, y los restos de la violenta tormenta se alejan dejando las flores del plúmbago lánguidas y agotadas: pero ya desde siempre aprendieron a resucitar. Declina la tarde, el resplandor azul de sus pétalos delgadísimos ilumina la celosía. ** John Fowles nació en 1926. Fue uno de los novelistas británicos más notables de la segunda mitad del siglo XX. Una de sus obras, La mujer del teniente francés, tuvo gran resonancia. Escrita a la manera de las novelas victorianas, fue adaptada al cine con buen éxito. En una de las escenas de la película se ve a una mujer sentada en el pretil de una ventana baja y apaisada; una luz muy viva hace resaltar su perfil, un jardín umbrío se adivina en el fondo. Años después, esa ventana apareció dibujada sobre los papeles amarillos en donde iban quedando los trazos para una casa blanca. Unos niños aprendieron luego, sin saberlo, a distinguir la luz del sur mirando por esa misma cuadrícula vidriada. Otro arrayán –que va de jardín en jardín- crece ahora cerca de la ventana, quizás una cruz con una estrella de plata seguirá completando el muro. De Fowles, un breve cuento: El príncipe y el mago Érase una vez un joven príncipe que creía en todas las cosas menos en tres. No creía en las princesas, no creía en las islas y no creía en Dios. Su padre, el rey, le dijo que nada de eso existía. Y como no había en los dominios de su padre princesas ni islas, ni tampoco señal alguna de Dios, el joven príncipe creyó lo que su padre le decía. Pero un día el príncipe se escapó de palacio. Y llegó al país vecino. Allí se quedó asombrado al ver islas desde todas las costas. Y, en esas islas extrañas, criaturas a las que no se atrevió a dar su nombre. Cuando buscaba un barco, un hombre vestido de etiqueta se le acercó y el príncipe le preguntó: - Eso que hay ahí, ¿son islas de verdad? - Claro que son islas de verdad – dijo el hombre de traje de etiqueta. - ¿Y qué son esas extrañas y turbadoras criaturas? - Son todas ellas princesas auténticas. - Entonces, ¡también Dios existe! – exclamó el príncipe. - Yo soy Dios – repuso el hombre vestido de etiqueta, haciéndole una reverencia. El joven príncipe regresó a su país lo antes que pudo. - De modo que has regresado – le dijo su padre, el rey. - He visto islas. He visto princesas. Y he visto a Dios – le dijo el príncipe en son de reproche. El rey no se conmovió en absoluto. - Ni existen islas de verdad, ni princesas de verdad ni Dios de verdad. - ¡Yo lo he visto! - Dime cómo iba vestido Dios - Dios iba vestido con traje de etiqueta. - ¿Te fijaste si llevaba arremangada la chaqueta? El príncipe recordó que, efectivamente, así era. El rey sonrió. - Eso no es más que el disfraz de los magos. Te han engañado. Al oír esto, el príncipe regresó al país vecino, fue a la misma playa y encontró una vez más al hombre que iba vestido de etiqueta. - Mi padre el rey me ha dicho – dijo el joven príncipe con indignación – quién es usted en realidad. La otra vez me engañó, pero no volverá a hacerlo. Ahora sé que eso no son islas de verdad ni princesas de verdad, porque usted es un mago. El hombre de la playa sonrió. - Eres tú, muchacho, quién está engañado. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero como estás sometido al hechizo de tu padre, no puedes verlas. El príncipe regresó pensativo a su país. Cuando vio a su padre le miró a los ojos. - Padre, ¿es cierto que no eres un rey de verdad, sino un simple mago? El rey sonrió y se arremangó la chaqueta. - Si, hijo mío, no soy más que un simple mago. - Entonces, el hombre de la playa era Dios. - El hombre de la playa era otro mago. - Tengo que saber la verdad auténtica, la que está más allá de toda magia. - No hay ninguna verdad más allá de la magia – dijo el rey. El príncipe se quedó muy triste. - Me suicidaré – dijo. El rey hizo que por arte de magia apareciese la muerte. La muerte se plantó en el umbral y llamó al príncipe. El príncipe se estremeció. Recordó las bellas aunque irreales islas y las bellas aunque irreales princesas. - Muy bien – dijo -. No puedo soportarlo. - Lo ves, hijo – dijo el rey – también tú empiezas a ser mago. jpalomar@informador.com.mx Temas Tapatío Diario de un espectador Lee También El río Lerma: un pasado majestuoso, un presente letal Año de “ballenas flacas” El maestro de la brevedad: a 107 años del nacimiento de Juan José Arreola La vida del jazz tapatío Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones