Lunes, 16 de Junio 2025
Suplementos | por: lillian llamas-acosta

Arquitectura y letras

Espacios literarios

Por: EL INFORMADOR

La capacidad traductora que posee la literatura, concede un universo de experiencias irrefutables. Su acto revelador son los espacios literarios. Esa arquitectura: ese abrigo forjado por las palabras, es una experiencia tornada de la vida a la imaginación, de la imaginación a las palabras y de las palabras de vuelta a la imaginación del otro.

La literatura que acusa la experiencia espacial, no es un acto nuevo. A lo largo de su historia, se ha hecho presente con su facultad descriptiva, ya como el marco que encara la acción o como protagonista; pero siempre los espacios literarios existentes nos conforman un mundo inexplorado, un universo que somos capaces de descubrir y contener en la imaginación.

Hay lugares difícilmente localizables en el mapa, a pesar de que el autor marca con precisión su localización y sus límites. Son lugares de ficción, descritos con tal prolijidad de detalles y tan verosímiles que han pasado a formar parte del acervo geográfico imaginado; recordemos el Macondo de García Márquez; las ciudades invisibles de Calvino o las utopías de Tomás Moro:

Una noche creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los Buendía. “Es una equivocación”, tronó José Arcadio Buendía. “No serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé, y siempre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos.” (1)

Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia Levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas la mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.

Quien ha visto una ciudad de utopía las ha visto todas, tan semejantes son unas a otras, en cuanto lo consiente la naturaleza de cada lugar. Por tal motivo, da igual describir ésta que aquélla, pero, ¿cuál mejor que Amaurota? Es la más digna de ello, ya que es, por deferencia de las restantes, la sede de la Asamblea y además es la que mejor conozco por haber vivido en ella cinco años seguidos. (2)
Pero el catálogo geográfico literario no se remite sólo a lugares imaginados. La espacialidad real, también se hace presente en la literatura de la imaginación. La subjetividad en las palabras de la propia experiencia, nos regala descripciones de vida y espacio, y nos acerca a una realidad paralela dotada de un bagaje extraordinario que nos transporta a esas ciudades recuperadas -también- con la fantasía. Así podemos apreciar el Buenos Aires de Borges, el París de Cortázar, las Ciudades desiertas de José Agustín, por nombrar algunos:

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con sus tapias… Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue en espera de una poetización. (3)

Comíamos hamburgers en el Carrefour de l’Odeón, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada vez mejor la zona de los terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan, donde a veces a media noche se reunían los del club de la serpiente para hablar con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. (4)  
 ¡Y qué decir del paisaje y el refugio! El espacio para el refugio conforma el marco primero de la acción, la naturaleza narrativa evidencia la presencia de arquitectura; básicamente como el espacio para la vida. Éste habitual ámbito nos permite entrar en el lugar donde se constituye la experiencia. La arquitectura del paisaje es un entorno físico que confronta la naturaleza con la mano omnipotente del hombre. Es ese espacio que soporta una estructura de actitud condescendiente con el entorno, que se traduce en palabras mejor estructuradas y muy cercanas a la emoción poética.

No recurriremos aquí a un catálogo de espacios literarios del refugio y del paisaje, ya que son tantos y tan diversos, que aún en una compilación, la concepción espacial se quedaría corta. La arquitectura de la imaginación comprende un vasto espectro de posibilidades espaciales. Es capaz de reinventar el espacio, de destruirlo y de construirlo, de llevarnos a lugares que sólo la fantasía nos permite concebir. Y de igual manera nos da la opción de recordar y re-imaginar espacios de la realidad, con sus características más llanas. Juan García Ponce compone -en su obra El gato- un marco que nos lleva de la ciudad al paisaje y del paisaje a su refugio, un espacio literario que retoma la emoción:

Entre las copas de los fresnos, rumorosas y movibles como un mar verde que se abriera de pronto, el alto chorro plateado de una fuente. Es una mañana de domingo, un frío y soleado día de otoño. El viento que agita las ramas de los árboles esparce el agua de la fuente. Ésta se encuentra en el centro de una plaza que encierra un pequeño parque y se abre como una estrella de ocho puntas en las calles y avenidas que salen de ella. Aparte del ligero movimiento de los árboles y el continuo rumor de la fuente, todo está en calma, callado, recogido sobre sí mismo. Sólo unos cuantos coches circulan por las calles y avenidas. No hay gente. Una vieja casa de paredes de ladrillo rojo, enrejada, con un vetusto jardín al frente, mira hacia la plaza entre dos de las calles que forman la estrella. Un largo letrero en uno de los lados de la reja permite saber que esa casa, aparentemente abandonada, es una escuela. Del otro lado de la plaza, entre dos avenidas, la arquitectura de un antiguo edificio de apartamentos repite el estilo pasado de moda de la escuela. Atravesando una de las avenidas, otra casa de principios de siglo ha sido convertida en agencia funeraria; pero también dan a la plaza tres modernos edificios de apartamentos, con grandes ventanales, como si alrededor de la plaza se resumiera y mostrara la desordenada mezcla de épocas y estilos que caracteriza a la ciudad. (…) (5)
Los espacios literarios brindan la posibilidad de una experiencia nueva, de concepciones espaciales plenas. Son una tregua para la realidad confusa, la imaginación encendida y la sed poética. Los espacios literarios son ambiguos, son producto de la fantasía y por ende son totalmente subjetivos. ¿Y qué arte no es subjetivo? La emoción es subjetiva, la experiencia es parte de nuestra individualidad, pero no por eso no conforma una referencia posible: una cualidad lógica y bien estructurada de espacialidad.

Las descripciones revelan la subjetividad o la objetividad de la contemplación. Es una característica que contribuye, pero que no basta para distinguir ambos elementos. El espacio suele concebirse como más objetivo y el lector reclama su “materialidad”, pero nada impide que sea subjetivo y que emane de él un ambiente subjetivo por definición. Es de señalar que la subjetividad contiene en sí misma la necesidad de transmitir con exactitud la mirada subjetiva del personaje.

Aunque no tenga una importancia capital en la obra literaria, el espacio está siempre presente. Los personajes y los eventos suelen tener una referencia espacial, una relación distante o cercana con el espacio. El espacio es sin valor descriptivo, sin una intención autorial evidente, carente de la posibilidad de atribuirle algún sentido o erigirlo en símbolo, y cuya funcionalidad se acerca al grado cero de la escritura, constituye un marco necesario.

Las narraciones no son posibles sin un entorno físico: imaginario, real o simbólico. Para los fines de la arquitectura, nos ocupa ese entorno físico, esos “contextos arquitectónicos”. Las descripciones espaciales, esos recorridos a través de las palabras son un campo vasto de experiencias y descubrimientos arquitectónicos.

Sin negar que la materialización de la arquitectura es la única concepción de la realidad espacial, asumimos que los espacios literarios son una fuente prodigiosa de concepción arquitectónica. Quizás sí, imaginarios: ficción texturizada con tintes de realidad o tal vez, realidad ficcionada; pero a fin de cuentas, arquitectura.

Vaticinando, presumo que la literatura seguirá inventando ciudades invisibles como lo hicieron Jorge Luis Borges, Tomás Moro o Italo Calvino; y escribirá historias de arquitectura imaginada, como Umberto Eco o Ayn Rand. Aquí sólo se ha intentado presentar una pequeña arqueología literaria, porque los textos, de los que se ha hablado, guardan una memoria del espacio; una memoria más bien nostálgica a la vista de todos los cambios que se están produciendo. En esta función, la literatura también es una parte del patrimonio de la humanidad.

(1) Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Sudamericana, Buenos Aires, 1970, p. 52. (2) Santo Tomás Moro, Utopía, Espasa-Calpe, México, 1989, p. 73 (3) Jorge Luis Borges, El tamaño de mi esperanza, Proa, Buenos Aires, 1925, s.p.
(4) Julio Cortázar, Rayuela, Suma de letras, Madrid, 2003, pp. 19, 20. (5) Juan García Ponce, El gato, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 15-17.

Tapatío

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