Sábado, 11 de Octubre 2025
México | Por Raymundo Riva Palacio

Portarretrato

Napoleón

Por: EL INFORMADOR

“Su nombre lo define completamente”, dijo un abogado cuando dejó de trabajar para el ex líder minero, Napoleón Gómez Urrutia “está loco”. Otro abogado que lo conoce, complementó: “Está convencido que va a doblegar al Gobierno de México, y que hará que el presidente Obama lo apoye contra el Presidente Calderón”.
 
Gómez Urrutia tiene un problema de percepción de la realidad. Enfrenta un proceso de extradición en Canadá por un desvío de 55 millones de dólares y por “lavado” de dinero, que ha disfrazado la defensa de su libertad y de su dinero con la máscara de un conflicto laboral. Se ha peleado con sus viejos aliados en México y los colocó, cuando menos en términos retóricos, al lado de sus peores enemigos.
 
Los tribunales le quitaron el arma de la huelga en Cananea con lo cual acompañaba su defensa para no ir a la cárcel, y entró en una siguiente fase de su vida de la misma manera como se hizo dirigente obrero hace casi 10 años, entre turbulencias. La vida sindical no era la que quería para él su padre, Napoleón Gómez Sada, el líder histórico minero, quien en busca de otro futuro lo educó en las mejores instituciones, coronando con un doctorado en la Universidad de Oxford, en Inglaterra.

A fines de los 70 regresó a México como parte de la emergente clase tecnócrata que controlaría el poder durante dos décadas, y en 1979 asumió la dirección de la Casa de Moneda. La pensaba como un trampolín para el Senado y para la gubernatura de su tierra Nuevo León, pero rápidamente dio señales que su entrenamiento financiero no iba siempre a favor de las instituciones, sino de su propio beneficio.

En 1992, el entonces secretario de Hacienda, Pedro Aspe le cortó las alas, y lo despidió de la Casa de Moneda por irregularidades en el manejo administrativo, por lo que no le fincaron nunca cargos. Su remoción cortó también lo que sentía como una carrera política ascendente. Sin nada donde refugiarse, su padre lo hizo asesor del sindicato minero. Era un poder en la sombra, y cuando Gómez Sada estaba muriendo, con su hijo metido de lleno en las entrañas sindicales, maniobraron para heredarle el liderazgo minero.

La mano amiga de Alberto Bailleres, presidente del Grupo Peñoles, contribuyó a la construcción de una identidad minera que no existía. Inventaron que había trabajado en el Departamento de Contabilidad de su mina en Santiago Paquisquiaro, en Durango, y falsificaron su afiliación al IMSS como trabajador, con un salario de 15 mil pesos.

Con esas credenciales, peleó por la dirigencia sindical con dos viejos amigos de él —hoy en día acérrimos enemigos—, Elías Morales y Matías Perales, quienes impugnaron su victoria por no ser minero. Napito, como lo llaman, se amparó y perdió, pero finalmente, el entonces secretario del Trabajo Carlos Abascal, lo reconoció y se ungió como líder del sindicato en 2003.

Renovado su poder, encontró la forma de capitalizar el 5% de las acciones que le había dado el Grupo México al sindicato en 1988, como parte del proceso de privatización de la mina de Cananea cuando el cobre estaba depreciado y las acciones valían poco, que estaba en un fideicomiso donde los beneficiarios eran los trabajadores. Para ese entonces, eso equivalía a 55 millones de dólares.

Gómez Urrutia utilizó por primera vez chantajes y amenazas de huelga contra el Grupo México para que desapareciera ese fideicomiso y se trasladaran esos recursos directamente al sindicato. Un abogado del Grupo México lo rechazó con una frase textual: “Over my dead body” (“sobre mi cadáver”), pero el propietario, Jorge Larrea, accedió. En enero de 2005, ese dinero se trasladó al sindicato, pero los fondos se quedaron en los bolsillos del entonces dirigente y de su familia. Sus problemas legales comenzaron. Gómez Urrutia ejecutó una fuga hacia delante y pidió que el Congreso investigara el caso. Contra lo que esperaba, una comisión concluyó que la liquidación del fideicomiso era irregular y exhortó a los mineros a oponerse. En el escándalo, la PGR abrió la investigación que produjo las dos órdenes de aprehensión.

Al entrar el Gobierno calderonista los abogados de Larrea hablaron con ellos. “No entendían nada”, recordó uno de ellos. Buscaron al secretario de Trabajo Javier Lozano, y uno de los abogados de Larrea, Fernando Gómez Mont, actual secretario de Gobernación, se peleó con él, desesperado por su lenta comprensión. Al final, Lozano entendió lo que se le exponía, y cuando Gómez Urrutia quiso que ratificaran su liderazgo, fue rechazado.
 
Napito se enfureció y desde Canadá movilizó a sus leales en una larga lucha donde se fue quedando sin incondicionales. Seis secciones que estaban con él lo abandonaron. Se quedó con la sección 65 que hizo la huelga en Cananea, y doblegó al Grupo México en 2008, que le ofreció un arreglo. Napito, sin embargo, les respondió: “No negociaré”.

Gómez Urrutia ya había tomado las cosas personalmente, contra Larrea y contra el Gobierno de Calderón. Su discurso se hizo cada vez más beligerante, confiado en el apoyo de la central sindical de Estados Unidos (AFL-CIO) y al Sindicado Minero Metalúrgico en Estados Unidos, a las que les pagó cuotas mineras anuales por más de 120 mil dólares y del parlamentario canadiense Jack Clayton, del Partido Demócrata Liberal, que lo llamaban “Bro Gómez”, su “hermano” gremial.

Pensó mucho en el respaldo norteamericano y comenzó a pelearse con sus viejos aliados mexicanos. A Bailleres le pusieron mantas frente a sus oficinas que decían, parafraseando el anuncio de Palacio de Hierro que también es de su propiedad: “Eres totalmente millonario y explotador de mineros”. A Carlos Ancira, el propietario de Altos Hornos de México que le había dado un equipo legal para defenderse de las acusaciones de la PGR, le pusieron pancartas que decían: “Mal agradecido. Te apoyamos y nos traicionaste”.

Sobrevalorada su autoestima, Gómez Urrutia nunca entendió que no podía pelearse con todos al mismo tiempo, cuando sus aliados e incondicionales no tenían la fuerza para derrotar a sus enemigos.

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