El pasado viernes se cumplieron 50 años de la publicación de Rayuela, la novela de Julio Cortázar que fue una de las piedras angulares del Boom latinoamericano. Dos actitudes contrarias y casi complementarias parecen estorbar una revaloración apropiada de sus alcances. La primera, sostenida por fans incondicionales, exalta el libro a un sitial prácticamente divino, ajeno a todo reparo. Síntoma de ese curioso dogmatismo (curioso, porque el argumento central del credo indica que Rayuela “liberó” a la novela en español de las trabas decimonónicas que aún la contenían pero líbrenos Dios de tocarla siquiera con el pétalo de una incredulidad) es la intolerancia manifiesta a considerar cualquier viso de distancia crítica como algo más que una pose. ¿A quién no le han recetado aquello de “Si no te gusta es nomás porque que no le entiendes o porque envidias su gloria”? O, peor: “Dices que no te gusta porque te quieres hacer el interesante”. Simétricamente opuesta a esa postura, existe otra, encabezada por un bando que denuesta el libro por mero desagrado irreflexivo hacia Cortázar o sus lectores más leales. De ese lado del cuadrilátero tampoco hay demasiados matices: apenas algunos sarcasmos o lugares comunes sobre la cursilería cortazariana que al menos tendrían que ser problematizados con citas e ideas o, mejor, pasados por alto como lo que suelen ser: meras ocurrencias. ¿Cuántas veces alguien nos ha dicho que no vale la pena releer al argentino escudándose en lo supuestamente odioso de su comunismo sesentero? Lo que es, desde luego, un prejuicio tan huero como el del beato que cree que las minifaldas las inventó el chamuco. Los moderados de esta calaña acostumbran a decir, doctorales: “De Cortázar, los cuentos. La novelita es para preparatorianos”. Alguien, en las redes sociales, festejaba el viernes que al menos Rayuela sea un libro que aún provoca discusión. Porque los libros, ahora, mueren de tedio o son asesinados por la falta de interés. Sin desmentirlo, vale la pena acotar que los pleitos tuiteros raramente han servido para enriquecer una discusión y que habitualmente suelen degenerar en puro reduccionismo virulento. ¿Hay nuevas generaciones de críticos demoliendo o apuntalando Rayuela a la luz de lo pensado y escrito a lo largo del medio siglo transcurrido desde su publicación? No me atrevería a jurarlo. Aunque cabe resaltar que Cristina Rivera Garza, hace unos años, puso sobre la mesa un debate interesante (y pertinente) al respecto de la misoginia implícita del libro, centrada en el personaje de La Maga, al que consideraba una condensación de clichés sobre cierto ideal femenino con un tufo ya bastante caduco. Varias lumbreras se le fueron al cuello a la escritora y el debate, claro, no prosperó. Así pasa con este mundillo. Hay quien desdeña Rayuela pero no se sonroja al sostener que Los detectives salvajes le parecen más importantes que la Biblia. Y así nos va.