Estoy seguro que si un día de estos ven una película en donde el protagonista y la historia tienen que ver con el oficio que han hecho toda su vida, no sólo se van a conectar con los protagonistas, sino que recordarán aquellos momentos que, en ese juego de espejos se puedan ver retratados en la pantalla grande, guardando toda proporción.La semana pasada estrenaron Pasión por las letras (Genius), dirigida por Michael Grandage con el guión de John Logan basado en la novela de A. Scott Berg en donde nos cuentan la vida de Maxwell Perkins (Colin Firth), editor de Scribner’s and Sons en el Nueva York de los años treinta, en donde es el editor de Thomas Wolfe (1900-1938), (Jude Law), intentando publicarle Look Homeward, Angel y Of Time and the River, como lo había hecho con Hemingway y Scott Fitzgerald.Todo sucede entre 1929 y 1938 durante la “gran depresión” en donde me imagino que se leían libros para evadir la realidad, tal como nos pudo haber pasado a mediados de los ochenta, cuando la economía estaba en crisis pero, con todo y eso, acompañábamos a Eraclio Zepeda a presentar Andando el tiempo, nuestro best seller, primero en Xalapa y luego en Guadalajara, donde lo presentamos en el Hospicio Cabañas y luego nos fuimos un grupo a la casa de Anis Díaz de donde salimos al amanecer, oyendo al más grande cuentero oral que he conocido en mi vida, hasta que de pronto una señora le preguntó si todo lo que nos había contado era cierto y Eraclio, después de unos segundos, le contestó: “Señora, no soy notario”.Mientras veía la película recordé lo que era la lectura de los manuscritos y eso que consiste en tener buenas ideas para hacer mejores libros, como el que hicimos de Hugo X. Velásquez escrito por María Luisa Puga, que nos tomó un año hacerlo o las sugerencias para Las Genealogías de Margo Glantz o para la novela Parejas de Jaime del Palacio que, por cierto, ganó el Villaurrutia; o cuidar de la salud de Hugo Hiriart autor de la Disertación sobre las telarañas tal como fluía la vida de Perkins en la pantalla, el editor neoyorkino y su autor Wolfe que más bien padecía una “diarrea incontinente” más que de una “pasión por las letras”: Perkins logró que redujera el número de páginas y, de ser posible, cambiara el título hasta que lo hizo Wolfe para convertirse en uno de los mejores escritores de Estados Unidos, como aseguraba William Faulkner.Durante la hora y pico hice traslapes entre México y Nueva York y, en lugar de los años treinta, eran los ochenta, reconociendo el oficio y las recomendaciones, pocas o muchas, aceptadas o rechazadas, que eran el oxigeno con el que respirábamos felices durante ese lustro, para alcanzar a publicar cien títulos sin importar que la economía estaba en una “depresión” hasta que nos llevó a la quiebra para dejar de publicar libros, cambiar de estrategia —que no de oficio—, y seguir publicando la revista La Plaza de Coyoacán y luego la de Guadalajara —gracias a Lety Gómez Ibarra—, antes de pasar a ser uno de los 12 fundadores de El Economista y actuar como su “editor” hasta 1994, fecha en la que renuncié, aunque usted no lo crea, por esos principios que han sido la columna vertebral de esta frágil y efímera estructura.Wolfe sufre una muerte súbita y estando “con un pie en el estribo”, le escribió una nota a Perkins para agradecerle su amistad y lo que había hecho y al leerla el editor por fin se quita el sombrero —que no se lo había quitado ni para desayunar—, para sentir el chiflón de la tristeza por la ausencia de un autor tan querido.