Aún no se apagan las luces del recuerdo, más allá del protagonismo empleado, por algunos, al evocar su estela. Estrella inolvidable, pequeño gigante de la cinematografía desde los tiempos del blanco y negro; de estatura pequeña contrastando su gran talento. Supo y pudo incorporarse a la cima actoral, como lo fue la también recientemente desaparecida Judy Garland, con quien compartió créditos. Rooney deja una estela de recuerdos inolvidables para los adultos, sin descartar a los cinéfilos jóvenes que lo han visto como un fenómeno irrepetible, también en la televisión donde imponía su personalidad con indiscutible acierto. Más de nueve décadas, la mayor parte frente a cámaras, refieren gracia dramática en el desempeño de los roles escrupulosamente seleccionados para aquel adolescente primero y posteriormente hombre maduro. Por lo tanto, Rooney es una leyenda reflejada en la pantalla y en desempeño de vida personal y profesional, ajeno a escándalos, buscando sólo el cumplimiento estricto del actor consciente de su personalidad, que le valió reconocimientos de la Academia Cinematográfica, en dos ocasiones los Golden Globes, además del Emmy Award. Su debut en el cine fue en la lejana década de los años treinta, apenas iniciado el sistema sonoro. Su perspicaz tenacidad lo condujo a los Estudios Disney, donde se menciona su participación en la nominación de Mickey Mouse, ahora convertido en un símbolo trascendental de los dibujos animados. Esto habla de inquietud más allá de la sola actuación. Fiel contribuyente a robustecer la credibilidad en la contundente participación de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, acertó en películas de finales de los años cuarenta y mediados de los cincuenta, imprimiendo con discreción el controversial tono de comedia. Ser humano dotado de inteligencia, fue actor muy completo y merecedor del reconocimiento que a los 93 años deja huella inmarcesible: Mickey Rooney. Dios nos guarde de la discordia.
