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Mi relación con Keppra

Por: José Luis Cuellar de Dios

Mi relación con Keppra

Mi relación con Keppra

GUADALAJARA, JALISCO (16/AGO/2013).- A Dios no le pregunto nada por dos razones: primera, no me va a contestar, segunda, si me contesta no le voy a entender.

Les habla Martita —mi papá tiene tres meses que me dice Marta, no me gusta— para entregarles una crónica, resumida, de una parte cotidiana y molesta de mi vida; lo hago principalmente como testimonio que ratifica el amor, la paciencia y la entrega de mamá a favor de mi causa: la discapacidad intelectual con que nací. Por cierto, a diario confirmo que mi madre es una heroína de mil batallas, ella y todas las madres de personas con discapacidad intelectual son, junto a nosotros, la reserva espiritual de este convulso mundo.

Todo comenzó hace tres años cuando tuve por primera vez en mi vida una severa y agresiva convulsión, cualquier caso de horror que conozcan es menor comparado con esta terrible y perversa agresión. Por tal motivo y después de muchos tormentosos estudios, la mayoría de ellos hechos bajo anestesia general —por aquello de mi normal inquietud— concluyeron que a partir de entonces y por el resto de mi vida, tenían que medicarme con un medicamento llamado, comercialmente, Keppra. ¿Quieren conocer a quien será mi eterno “compañero”? Aquí vamos: está hecho a base de una sal llamada levetiracetam, cuyos efectos colaterales, entre otros demonios, son: somnolencia, astenia, cefalea, infección, vértigo y ataxia; no le entiendo a ninguno, pero padezco todos.

Ya se podrán imaginar los vaivenes emocionales, como de montaña rusa, que vengo padeciendo desde hace tres años. Por cierto, esto que cuento es solamente mi versión; desconozco, bajo las mismas circunstancias, las historias de otros con discapacidad intelectual. Pero esto sí aseguro, quien tenga el apoyo de Keppra tendrá efectos colaterales; quien no lo tenga, tendrá arteras y asesinas convulsiones. No queda ninguna opción, por lo pronto.

Mi vida emocional desde la aparición de Keppra se ha convertido en un ramillete de contradicciones: paso de franca alegría eufórica a la tristeza o irritación más profunda. En tales condiciones, depresión o alteración, mi madre sufre lo indecible, el picor de mis lágrimas pronto convertido en llanto abierto, lastima y hiere a mamá; mi estado incontrolable de irritación —rompo platos, vasos y todo lo que encuentro— la sume en un estado de lastimera tristeza. Por más que apele a mis muchos atributos, que por mi naturaleza porto, el ataque de Keppra es inmisericorde.

Para agravar la situación, habrán de saber que, según los que de esto conocen, las convulsiones no dejan de aparecer; son disminuidas significativamente, sobre todo sus signos externos, pero ahí están al acecho, al asalto a pesar de Keppra. Por lo tanto, mis neuronas están permanentemente con el riesgo de ser destruidas y éstas no se pueden reemplazar, así que tampoco sé lo que vaya a pasar en mi futuro, ignoro si algún día permaneceré en el valle de la ansiedad, ése que está rodeado por la desolación, la oscuridad y el abandono.

Me miro frecuentemente en mis espejos —tengo colección de ellos—, esos compañeros fieles y sin alcahueterías que hasta antes del Keppra me reflejaban como la persona más alegre, cariñosa, simpática y generosa del universo. Y ahora, les soy sincera, temo mucho verme en estos espejos como una villana. Además me angustia que con el paso del tiempo la única lealtad que me quede sea la de la soledad. A pesar de los pesares, mi vida vale la pena, la vale porque Dios me envió para, en su momento, entregarle a mi madre el pase, sin ninguna estación de parada, al mismísimo cielo.

Nota importante al margen: convoco a la ciencia médica para que preste mayor atención a casos como el mío y de muchos otros más; me refiero a que eliminen los efectos colaterales de Keppra; sé que lo pueden hacer, es cuestión de inversión monetaria, aunque seamos minoría. Amén de los amenes.
 

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