Miércoles, 14 de Mayo 2025

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La modernidad en su mejor momento

Por: Juan Palomar

La modernidad en su mejor momento

La modernidad en su mejor momento

Es una certeza histórica que cierta modernidad mal entendida arruinó mucho de lo que solía ser Guadalajara. El auge de novedades que comenzó a mediados del siglo XX, con su creencia en la bondad de la cantidad de coches por las calles como primer signo del progreso, coincidió con el despegue de lo que se conoció, en los terrenos arquitectónicos internacionales como funcionalismo. La combinación fue explosiva.

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De repente, arquitectos, ingenieros y constructores se dieron cuenta de que cualquier referencia al pasado, cualquier esfuerzo por congeniar con las preexistencias fisonómicas no solamente era innecesario, sino que estaba prohibido por los cánones modernos. Y ser “moderno” era una exigencia absoluta.

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De allí se derivaron innumerables desastres, unas cuantas maravillas, incontables mediocridades. Para demasiados actores urbanos el funcionalismo rabioso fue una licencia para la fealdad. La cuachalotez estética (si es que existe tal contradicción) se instaló a sus anchas. Los oficios urbanos, las artesanías constructivas, empezaron su declive. En ese imperio de la ley de la selva del desaliño y el descuido navegaron las ciudades durante décadas.

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El tan vituperado posmodernismo arquitectónico fue una reacción, casi siempre extraviada, frente a este panorama. Pero no era para menos: la acometida de la fealdad, para hablar exclusivamente de Guadalajara, fue brutal. Basta revisar con qué fueron sustituidos los centenares de fincas patrimoniales que fueron demolidas en aras de la ampliación no de las calles, sino de los arroyos vehiculares de múltiples corredores urbanos. La degradación es evidente, dolorosa y muy dañina.

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Porque la permisividad estética, la vulgaridad constructiva, adquirió así una muy duradera carta de ciudadanía entre los tapatíos. Se volvió, por desgracia, casi la normalidad. Curiosamente hubo otra coincidencia muy significativa en el principio de todo este desastre: las primeras prácticas de las generaciones recién egresadas de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, fundada en 1948 por Ignacio Díaz Morales. Hay que apresurarse a decir que de allí salió, precisamente, mucho de lo que justificó al funcionalismo entonces en boga. Esto, de unos cuantos autores. El resto, quizá, más bien se sumó a la marea de la mediocridad. Queda la especulación: ¿qué hubiera pasado si Díaz Morales, vuelto modernista-funcionalista furibundo, hubiera sabido matizar su discurso, reconocer el pasado, y su propia trayectoria dentro de la Escuela Tapatía de Arquitectura? ¿De dónde la amnesia, por qué el repudio a una continuidad histórica varias veces centenaria?

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El caso es que así fue. Quienes tuvieron la lucidez y el talento salvaron la honra de varias generaciones que, en conjunto, estragaron gravemente a la ciudad. Basta hacer una sencilla comparación en los testimonios fotográficos entre lo que había y lo que se hizo. Pero hay destellos, muy valiosas muestras de un funcionalismo limpio, meditado, estéticamente coherente, respetuoso. Un discreto caso: el edificio que está en la esquina norponiente de Justo Sierra y Alfredo R. Plascencia. Es un terreno mínimo para hacer un edificio de productos. Planta baja comercial y tres pisos para oficinas. Allí está todavía, algo abollado pero muy restaurable. Se ignora su autoría, pero quien lo proyectó supo dictar un ejemplo que sigue siendo vigente: se puede ser, no moderno, sino contemporáneo, y ser agraciado, respetuoso de la ciudad, pertinente. Tal y como debiéramos hacer la ciudad de hoy.

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