Atmosféricas: el jardín de las inscripciones aparece como aparecen algunas cosas en los sueños. Libre asociación, dicen; interpretaciones, composiciones de lo imposible o de lo que por miles de realidades paralelas puede ser, presagios y vaticinios: capaz que simples divertimientos del ánima que hace su camino. Porque todo proyecto está irremediablemente cargado de cada instante de lo vivido, de lo soñado –quizá sea lo mismo y nunca sabremos la frontera. Un magnolio que opta por secarse, un muro que es entonces preciso enjarrar, una porción de tierra generosa proveniente de otro suelo, las piñanonas que forman, junto con la bugambilia fogosa y el dulce plúmbago, un recinto que espera nombre y bautismo. Faltaba el golpe de los dados, la mano providente que en veces ilumina. Lejos, en otro jardín, la insensatez demuele una fuente qué manó su agua luminosa por décadas. De su estela de canteras quedaron los fragmentos de una inscripción. Y de un montón innoble de escombros fue preciso salvar lo que restaba. El lugar entonces se completa, con la humildad soberana de un designio que por siempre estaba allí: sobre el muro recién enjarrado aparecen los caracteres latinos que vuelven a este jardín un distante y mínimo hermano de la misma Villa de Adriano. Poco se puede leer. Pero una palabra es clara: Bienaventurados…**Bajo el volcán: Tonila. Cuando Malcolm Lowry escribió su difícil y deslumbrante novela le encontró un título que es una de las cifras de este país. Bajo el volcán: a su sombra siempre ominosa, que en vano se quisiera apacible, o en sus entrañas que fabrican, ah Vulcano, explosiones y desastres y aluviones de lumbre líquida. Hace años que, curioseando entre los tiliches de un bien recordado anticuario, apareció un dibujo que instantáneamente pasó a pertenecer a las cosas que se llevan irremediablemente consigo. Es una vista de Tonila, ese pueblo blanco y siempre como recién amanecido, contra la falda misma del Volcán de Colima que en ese momento comienza la erupción terrible y magnífica. Los portales, serenos, esperan. El pequeño remanso de tejas que es el caserío se estremece como las aves de los corrales al oír los coyotes. Todo eso fijado por un lápiz inocente que, mientras la ladera ardía, se dio el tiempo de iluminar de colores el paisaje. Desde lo alto de los muros de un convento que se acoge al muro de la iglesia dos muchachos, mucho tiempo después, tomaban medidas por instrucciones directas y terminantes del maestro Díaz Morales. Pero el imperceptible rugido del volcán, allá, muy adentro, era el mismo. Todo el pueblo lo sabía, con esa sabiduría recia y estoica de quien conoce, siempre, que todos vivimos bajo el volcán. El dibujo, quizás un poco más amarillo, sigue allí.**Hay una canción de los Beatles, más o menos sumergida en las profundidades del submarino amarillo, que se llama It is all too much. Compleja, desconcertante, genial. Las capas de sonidos se superponen, las palabras acentúan el misterio. Algo del amor, algo del resplandor. Y el título: Todo es demasiado, todo es excesivo. En cierto momento los de Liverpool hacen un mínimo cover de aquella canción que se arrastraba por los veranos: Sorrow. Y los cuatro siguen, insisten: la música es larga, la gloria les estaba abierta, las penas vendrían, y en unos años todo sería demasiado.**Otra canción, que contiene una de esas sentencias rotundas y como pulidas por siglos, una como moneda muy antigua cuyo cambio es vigente en todos los mostradores de ultramar. La pudo haber dicho Marlowe, el alter ego de Joseph Conrad, en alguno de sus más oscuros relatos: Todo arde si le aplicas la chispa adecuada. Hace ya casi veinte años que Bunbury y su banda cantaron ese verso. Y desde la primera audición era claro que así iría siendo la cosa. Total parcial.**Murakami es un enigma. El lector piensa a veces que se encuentra entre las manos de un mago de los matices y los sobreentendidos, de un delicado artesano que imprime en sus piezas un intemporal sello que encierra al mismo tiempo el gesto diáfano y el misterio inescrutable. Otras veces, de plano, se puede pensar que es un bobo. Tal vez su literatura sea mejor entendida a la luz de ciertos sabores orientales que parecen proceder de profundidades abisales, de yerbas nunca vistas, de procedimientos milenarios. El caso es que leer a Murakami es un complejo placer, un frecuente desconcierto con algunos ribetes de aburrimiento, un útil recordatorio de la amplitud del diapasón humano. En Al sur de la frontera, al oeste del sol, aparece una referencia preciosa: una pieza de Johnny Hodges y Duke Ellington. Su título es, en sí mismo, todo un programa, que proviene de un verso de Shakespeare: Star-crossed lovers. Amantes destinados por las estrellas, amantes condenados, confundidos por los astros, cruzados por la centella, amantes estrellados.**México: el taxista barroco. Es media tarde y el Viaducto se conforma de un coágulo de kilómetros. La observación detallada de las fachadas compone, sin quererlo, una secuencia continua de vidas que se entrelazan y se ignoran. Las casas del arquitecto del Viaducto resisten bien al paso del tiempo, y a fuerza de fijarse, otra más, no identificada antes, asoma las orejas entre el mediocre barullo de sus vecinas. Otra vez acordarse de la cantina oscura en donde el autor de esas casas, que en ellas supo dejar la discreta huella de su genio, ahoga la nostalgia de los días en que apenas levantaba esos muros y el coágulo no era concebible al contemplar la flamante novedad del Viaducto entonces por estrenarse. Ah, los días del Alción. Pero el taxista ignora el titubeo. Está resuelto a superar de cualquier modo al embotellamiento. Abandona la ruta, deja atrás el coágulo y emprende una intrincada serie de atajos y rodeos que, pensaría, adelantarían la marcha. Una y otra vez, ufano, llegaba de nuevo al Viaducto, que permanecía inmóvil. No se rinde, toma rutas cada vez más descabelladas, emprende el rumbo en dirección opuesta al destino fijado, realiza maniobras delirantes, traza un recorrido lleno de volutas y contradicciones. El que pasa no puede menos que admirar la enjundia y la inventiva del taxista quien, como los grandes barrocos, ensaya con gozosa soltura todas las posibilidades del espacio. Y al final llega, sonriente, a tiempo.**El ciego que regala música. Su técnica es a la vez mínima y sofisticada. Se compone de su patética catadura, del evidente desgaste que los años y el abandono le han conferido; y, junto con ello, de una bocina. Una estramancia extraña, voluminosa y desvencijada que sostiene de su cuello. Se sienta contra un muro del centro y emite sus tonadas. Nada extraordinario, a primera vista. Hasta que se va reparando, con calma, en la secuencia de canciones que el ciego ha escogido para regalarle a la gente que las oye. Todas son desconocidas y sin embargo familiares, todas hablan con melodías tristes de la vida errante del que no ve, todas convocan a considerar, así sea brevemente, la belleza y la tragedia del mundo. El ciego podría entonces ser el disc-jockey de su propia desventura, el pregonero de la infelicidad que a todos acecha, el mensajero de una fatalidad que en él tuvo su presa. Pero, más adelante, el playlist cambia, los muros se alegran, las muchachas parecen bailar levemente mientras caminan, las notas dan cuenta entonces de una inextinguible luz que, a pesar de todo, brilla en los ojos del ciego que aquí regala a quien lo atienda su música infalible.jpalomar@informador.com.mx