Se dice de los efectos provenientes de las acciones que hemos realizado y que, como un auténtico búmerang, se nos regresan, en diez minutos, diez años o diez vidas, en caso de reencarnar. A eso, los budistas e hinduistas le llaman karma, pero en mi occidental y muy pelada noción, extraída de mi constante convivencia con universitarios, se me figura que es un concepto que a los chavos de hoy les da por utilizar para explicarse o justificar sus metidas de pata; tal vez desconozcan el origen o significado del término, pero como que les viene muy bien para disculparse de lo que no se sienten, digamos, responsables.Si bien no creo en las brujas, pero de que vuelan, vuelan, lo mismo me pasa con el asunto del karma y sus efectos porque creo haberlos experimentado en más de una ocasión, aunque el fenómeno más bien lo enunciaría como la ley del talión, como el ojo por ojo y diente por diente o como lo define la popular sentencia de que el que la hace, la paga, tal como me sucedió en días recientes, aunque con efecto postergado por más de dos decenios, cuando ocurrió que mi gentil y hoy difunto cuñado me prestó su flamante auto para hacer mis compras de supermercado. Debo aclarar que no se trataba de un coche cualquiera, sino de su muy apreciado vocho verde pistache que aún estaba abonando y al que cuidaba más que a sus calificaciones en la universidad, porque cualquiera diría que invertía mayor empeño en sacarle lustre a su armatoste, antes que a su propia reputación académica.En cuestión de una hora, regresé el auto, reiteré mi agradecimiento y agradecí el gesto con una bolsa de coloridas gomitas que tanto le gustaban, pero nunca imaginé el mayúsculo y nauseabundo contratiempo que le ocasioné, a resultas del pollo crudo que se me escondió en la cajuela a la hora de sacar los víveres adquiridos. Si bien me extrañó que el plumífero no apareciera entre las vituallas compradas, me resigné suponiendo que, por alguna distracción propia y ajena, la cajera lo habría omitido de la cuenta.No fue hasta tres semanas después que a mi hermano político le faltaron palabras para denostar mi imprudencia, y el hecho de haberle robado tanto tiempo, dinero y esfuerzo en dar con el origen de la fétida pestilencia que inundó por quince días el otrora perfumado ambiente de su apreciado automotor.No quise ni imaginar la escena de encontrarse un pollo verde y putrefacto que, al salirse de la bolsa que lo contenía, se anidó en el resquicio más invisible de la cajuela delantera y creo que hasta corrompió sin remiendo la buena relación familiar que teníamos.Y resulta que en días recientes, al coger camino hacia el supermercado y para ponerla a salvo de una desfondada tormenta que se soltó de repente, me acomedí a darle ráit a una conocida que andaba por mis rumbos, a los que ocurre con puntualidad para ejercitarse en una cercana academia de zumba (cualquier cosa que signifique la palabreja) y aprovecha la proximidad de la tienda esquinera para proveerse de los insumos cotidianos que le andan haciendo falta.Como en muy contadas ocasiones algún terrícola ocupa los asientos posteriores de mi vagoneta, en donde la susodicha acomodó las mercancías recién compradas, nadie pudo advertirme, excepto el repugnante hedor que comenzó a despedir, que una bolsa de tres litros de leche rodó bajo el asiento y había comenzado su proceso de asquerosa fermentación, detectada por el operador de un servicio de lavado al que desplacé mi unidad, después de haberme revisado exhaustivamente las suelas de los zapatos, los tapetes y hasta las llantas de mi hedionda camioneta.Ese día asumí que la merienda de mi conocida quedó incompleta y que eso del karma, el búmerang, la ley del talión, el ojo por ojo y todos los términos que representen, lo creamos o no, el efecto de nuestras acciones, no espera a que reencarnemos. Y aunque las brujas no existan, es un hecho que vuelan.