Viernes, 10 de Octubre 2025

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Camarón con todo y bigotes

Por: Paty Blue

Aunque estrenando horario y lamentando por adelantado la desmañanada que nos pondremos quienes no tenemos una semana más de vacaciones, finalmente resucitamos, y para fortuna de los glotones impíos, como una servidora, llegó el momento de dejar atrás los mohines de disgusto que sin duda hacemos, cada vez que amanecemos con un severo e impostergable antojo de menudo y nos percatamos de que éste nos ataca, justamente, en viernes de Cuaresma, y que nadie entre toda la cristiandad acata la abstinencia de carnes con más rigor que las menuderas.

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Atrás quedaron también, al menos por el año que comienza a partir de hoy, las irrenunciables tentaciones de preparar, presumir, divulgar y convidar a comer tortitas de camarón, caldillo de habas, tortas de arroz en salsa, chiles rellenos cuya digestión no acaba hasta entrada la noche y, hágame usted el nauseabundo y sacrílego favor, pozole de camarón con todo y bigotes.

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Mi antipatía hacia los condumios cuaresmales es proverbial y de todos conocida, porque no solo me ha sobrado empacho para hacerlo del conocimiento de los míos y los prestados, sino porque lo he compartido con mis pacientes lectores, a lo largo de los casi 27 años que ha durado el desatino de comunicarme con ellos por escrito, merced a la gracia y magnanimidad de editores que no me han faltado.

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No obstante la masiva difusión de mis fobias, habida cuenta que tampoco soy Justin Timberlake ni la caprichosa heredera de algún político exhibicionista, no faltó quién ignorara mis ancestrales aversiones, para requerir con bombo y platillo mi ocurrencia a lo que pareció ser un banquete en honor a la tradición culinaria que anualmente constituye la mayor penitencia que pudiera yo asumir, desde que tengo uso de razón y dientes. Y como la convocante era la esposa de una persona que ni mi pariente es, pero a quien tengo en respetuosa estima, no hubo manera de sacarle al compromiso, o de llevar sángüiches para atemperar el asunto sin ofender a la cordial anfitriona ni dejar de agradecerle su esforzada hospitalidad.

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Arguyendo una recién inventada alergia (que espero no se vuelva karma y me la haga buena), me vino requetebién enterarme a tiempo de que una consigna cardinal de la guisandera, es evitar a toda costa cocinar con cualquier oleaginoso que no sea manteca pura de cerdo. De manera que, lamentando que no pueda yo paladear las delicias que se consiguen con el empleo de la misma, obtuve el excelente pretexto para saltarme una sopa de garbanzos bañada con queso rancio, un arroz aguado y aderezado con harto comino y yerbabuena, unas tilapias secas pero bien lustrosas de grasa y, desde luego, las dichosas tortitas de camarón anegadas en una salsa colorada que, de habérmela embodegado, habría yo salido de ahí más perjudicada que los 225 comerciantes que vieron sus ventas afectadas por la filmación de James Bond.

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Así que en tal ocasión tuve que aplacar a la alborotada lombriz con un caldo de lentejas de muy buen sabor y con la generosa ración de capirotada con que la anfitriona cerraría el festín y que constituía, según sus comensales frecuentes, su más celebrada especialidad. Con la complacencia de quien se siente, a los postres, favorecida con un preparijo de su entero agrado, tomé el plato colmado con unas empalagosas plastas blancas y masudas, entreveradas con generosos puños de coco rallado y grajeas de todos colores al que le tuve que atorar, porque el pretexto esgrimido con anterioridad no me sirvió para evitarlo, aunque con su ingesta detonara la posibilidad de caer en un coma diabético. Y pensar que a cualquier emplasto le dicen capirotada.

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