Lunes, 19 de Mayo 2025

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¡Ay qué pena!, disculpe usted

Por: Paty Blue

“La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”, canta el poeta de la salsa, Rubén Blades, con su panameño y entonado acento, y por pura y tempranera coincidencia ocurrió que, cuando iba desplazándome con rumbo a la chamba, acompañada por los rítmicos acordes de su emblemática “Pedro Navajas” que emanaban desde el estéreo de mi automotor, no fue la vida la que me acaparó el asombro, sino la aparición de un sujeto de lamentable pinta que a gritos y manotazos demandaba mi atención.

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No podría yo recorrer el diario camino de mejor humor, tan bueno como el que se le desata a uno por temporada, cuando ocurre al último día laboral del año y que, nomás cumplida una sesión de evaluación que no me tomaría más de una hora (habida cuenta mi celeridad para despachar chamacos calificados y descalificados), me dejaría el resto del año en completa libertad para atender a mi regalada gana que en tan pocas ocasiones consigo honrar. Y si dicho tránsito venía ocurriendo acompañado con las melodías del cantante, compositor, actor, político y abogado de todas mis simpatías, la perspectiva vacacional me aumentaba sustancialmente el entusiasmo, hasta que el individuo de marras me la agrió.

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Poco antes de llegar al alto que me marcó el semáforo, en la confluencia de dos avenidas particularmente transitadas, el personaje aludido con rapidez sorteó los tres metros que lo separaban por enfrente de mi unidad, manoteando y haciendo señas agresivas que, me enteré hasta que su cara inundó mi ventanilla, iban dirigidas a una servidora porque, según él, estaba yo faltando al honroso, digno y noble precepto de la no discriminación hacia el prójimo que lo único que pretendía era apelar a mi generosidad  para satisfacer necesidades tan básicas, como llevarse a la boca un pedazo de alimento.

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Como no capté con claridad el mensaje, entre otras cosas, porque el acento sudamericano de vocablos cortados, en combinación con el bocado de birote que el joven estaba engullendo, no me permitieron descifrarlo y tal hecho acabó por desparramarle aun más la bilirrubina. Tuve entonces que poner pausa a Rubén Blades y a mi armónico tamborileo sobre el volante para entender lo que el enardecido varón pretendía comunicarme, y así fue que me enteré que, unos metros atrás pero bien ubicada en su campo visual, cometí el imperdonable desacato de subir hasta la mitad el cristal de mi ventana, y eso es calificado por todas las instancias dedicadas a la defensa de los derechos humanos como un deliberado, indignante y ofensivo acto de discriminación en plena flagrancia.

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¡Eso es discriminación, señora, y usted no puede hacerla! ¡Ningún derecho tiene a hacer discriminación porque usted tiene hijos!, vociferó el súbito adivino con fiereza y con trozos de pan invadiéndole las comisuras de la boca. ¡Nomás acuérdese que usted tiene hijos!, remató ante mi estupor por una acusación cuyo origen se me atoró en el inconsciente. Simplemente, traté de explicarle, pero no lo aceptó como disculpa, que al llegar a la citada esquina con la ventana totalmente abierta, de pronto me llegó un chiflón que, como reflejo en automático, me impulsó a cortar el aire con el ascenso del cristal a medias. Pero ese solo e involuntario acto, para quien supuse sería un inmigrante de los que hoy abundan en cada crucero, le hizo ponerse un saco que ni remotamente iba dirigido al pobre cuya presencia cercana ni siquiera advertí. Lamenté interiormente la involuntaria ofensa y la piel tan delgada que algunos tienen para victimizarse aún sin provocación.

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