Entretenimiento | Los contrafuertes del Expiatorio muestran largas veladuras que la humedad deja sobre sus piedras resecas. Diario de un espectador De la fachada de San Francisquito a la espadaña de Los Ángeles, y vuelta: cada tramo de banqueta, cada luz tras los vidrios empañados, cada mínimo signo que marca la calle imborrable Por: EL INFORMADOR 29 de mayo de 2008 - 17:35 hs Agua de mayo. Caen las gotas y forman, sobre el pavimento oscuro, instantáneos pájaros de agua. Los contrafuertes del Expiatorio muestran largas veladuras que la humedad deja sobre sus piedras resecas. La calle López Cotilla bajo la tormenta pierde la nitidez de sus contornos y, entonces, puede ser otro tiempo el que por un momento se instala sobre las cuadras que no han mayormente cambiado en medio siglo. Resbala por la corriente de los años, como esta agua que pasa y que irá hasta el mar, el recuerdo de los pasos que por aquí fueron y soñaron. Pisos de cuadros grises y colorderrosa, árboles que lentamente han ido envejeciendo, casas cuyos muros abrigaron otras y las mismas voces. De la fachada de San Francisquito a la espadaña de Los Ángeles, y vuelta: cada tramo de banqueta, cada luz tras los vidrios empañados, cada mínimo signo que marca la calle imborrable. Por aquí va el agua. Sus caudales vienen desde lejos, cruzan la ciudad, crecen con la lluvia que ahora moja al transeúnte ensimismado, se pierden por el triste caño en que terminó el río originario, caen a la barranca del otro río -el Grande de Santiago- y avanzan rumbo al océano que todo lo produjo. Y otra vez. Alguien, sin duda, se moja de nuevo bajo la misma lluvia. Oyendo a Dylan. ¿Cuál es el apretado secreto, la ingeniosa maña, con la que el de Minnesota, atrapa a cada vez el ánimo del que pasa? La voz nasal, las cadencias disparejas, las letras con frecuencia oscuras: y sin embargo oír a Dylan es uno de los privilegios de esta época. Modern times, dice: y se adentra en el recuento de sus raíces y sus obsesiones más antiguas. En la quietud de la noche, bajo la antigua luz del mundo Donde la sabiduría crece a duras penas Mi atormentado cerebro batalla en vano A través de la oscuridad de las brechas de la vida Cada invisible plegaria es como una nube en el aire El mañana sigue dando vueltas Vivimos y morimos, no sabemos por qué Pero estaré contigo cuando todo esto termine Tardíos descubrimientos. En una sesión inesperada pudo este espectador, con un módico retraso de nueve años, considerar Fight Club, la película que dirigió David Fincher. Hay quien dice que es La Naranja Mecánica de los noventa. Puede ser. La trama es inteligente, violenta a rabiar, con un ácido humor, con excelentes actuaciones. La música está bien escogida, y particularmente la última canción de los Pixies. Hollywood aprendió (recuérdese American Beauty) a lanzar críticas radicales y aparentemente demoledoras al sistema y a ver que no pasa nada. Pero algo se mueve en las ignotas profundidades de la mentalidad colectiva. Quizás. Por lo pronto, El Club de la Pelea es un acabado producto cinematográfico, un depurado ejercicio estilístico, un despliegue de efectos y guiños al espectador. Al final, a pesar de la innecesaria crudeza de algunas escenas, vale la pena apuntarla entre las películas recordables. La prosa de Paul Auster ha sido justamente celebrada. Si jugara futbol alcanzaría, sin duda, la difícil categoría del crack. Se desplaza por el espacio narrativo con una soltura y una destreza que hacen de sus páginas -con frecuencia- un placer lleno de asombros. Como buen novelista, tiene muy bien asimiladas influencias y referencias, lo que lo hace entregar productos de una acabada confección. El país de las últimas cosas es un buen ejemplo. Hay una petición de principio que el lector encuentra difícil de mantener: estamos en una ciudad orwelliana y distópica en la que todo se desvanece, se pudre, se vuelve nada. La metáfora es, de transparente, avasalladora: estamos leyendo el perverso reverso, la puesta en abismo de nuestras propias ciudades. La petición, sin embargo, se hace con un humor que pervade la misma estructura de la narración, que la antecede y la justifica. Tal vez por eso se sostiene. Y por los acerados hallazgos que aquí y allá va encontrando el lector, como en un ruinoso cuarto en donde las últimas cosas se van desvaneciendo en el mismo aire. “Cuando vives en la ciudad aprendes a no tomar nada por descontado. Cierra los ojos por un momento, voltea a mirar alguna otra cosa, y lo que estaba ante ti de repente se ha ido. Nada dura, verás, ni aún los pensamientos dentro de ti”. “No es que la gente insista en mentirte, es solo que donde el pasado está concernido, la verdad tiende a ser oscurecida más bien pronto. Las leyendas crecen en cuestión de horas, historias improbables circulan, y los hechos son rápidamente enterrados bajo montañas de teorías estrambóticas. En la ciudad, la mejor postura es creer solamente lo que tus ojos te dicen. Pero ni eso es infalible. Porque pocas cosas son lo que parecen ser, especialmente aquí, con tanto que absorber a cada paso, con tantas cosas que retan a la comprensión. Todo lo que veas tiene el potencial de herirte, de hacerte menos de lo que eres, como si la mera visión de alguna cosa te quitara alguna parte de ti”. El personaje: el diplomático de carrera en el Servicio Exterior Mexicano por: juan Palomar Temas Tapatío Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones