Martes, 23 de Abril 2024

La luz y las tinieblas

Jesús, cabeza mística de la Iglesia, pagó por todos con el precio de su pasión, su muerte y su resurrección; así revela el misterio a Nicodemo

Por: El Informador

El evangelista San Juan da testimonio de un diálogo privado entre el Señor Jesús y Nicodemo. ESPECIAL

El evangelista San Juan da testimonio de un diálogo privado entre el Señor Jesús y Nicodemo. ESPECIAL

• Cuarto domingo de Cuaresma
• Dinámica pastoral UNIVA

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA
Segundo libro de las Crónicas 36, 14-16. 19-23

“El Señor, Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique una casa en Jerusalén de Judá”.

SEGUNDA LECTURA
San Pablo a los efesios 2, 4-10

“La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y Él nos dio la vida con Cristo y en Cristo”.

EVANGELIO
San Juan 3, 14-21

“Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

En este cuarto domingo de Cuaresma, el evangelista San Juan da testimonio de un diálogo privado entre el Señor Jesús y un hombre sabio, inquieto, que va de noche, por miedo a los judíos, a plantearle al Señor el más grande problema para el hombre: la propia salvación.

Él se llama Nicodemo y es insigne miembro del Sanedrín, concilio aristocrático de Jerusalén. Así le dijo: “Rabí: Sabemos que has venido de parte de Dios, pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces, si Dios no está con él” (Juan 3, 1, 2). Era un hombre animado de buenos deseos, de inquietud sana, de anhelo de conocer a ese galileo que tantos milagros hacía y con un mensaje, una doctrina antes nunca escuchada.

Allí, protegidos por el silencio, las sombras de la noche y la paz de esas horas en que todos reposan, se entabla entre el Señor y ese sabio maestro de la ley y los profetas un diálogo profundo, prolongado, sobre el tema buscado por el fariseo de buena voluntad: la salvación del hombre.

Primero, Cristo le indicó la dirección: volver a nacer; un renacimiento espiritual con el agua y el Espíritu Santo, que eso es el bautismo. Así, al despedirse Jesús de sus discípulos, les ordena: “Vayan por todo el mundo, prediquen, bauticen. El que crea y se bautice, se salvará”.

Y luego, porque el Maestro vio aquella alma abierta y capaz de recibir, de aceptar el mensaje, le reveló los misterios de la redención.

Nicodemo era un hombre versado en la ley, en los profetas, en la historia del pueblo escogido, y condujo esa mente al pasado:
“Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asi será levantado el Hijo del Hombre”.

Veinte siglos han pasado desde que el Hijo del Hombre, levantado en alto, redimió, pagó con su vida, la deuda por todos los pecados de todos los hombres, de todos los pueblos, en todos los años y los siglos.

“¿Acaso no era necesario que el Cristo -el Mesías- padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?”. Con estas palabras abrió Jesús los ojos a la luz a los dos jóvenes que, tristes y derrotados por la crucifixión, iban a su aldea de Emaús.

Hay una antigua leyenda oriental, la de aquel rey inclinado a las ciencias, las artes y las letras, y poseedor de una gran biblioteca, pero con el ineludible deber de visitar todos los rincones de su reino. Pidió entonces a los sabios que le redujeran toda su biblioteca, todo el saber, en tantos libros como los que pudiera cargar un camello. Y los sabios lograron hacerlo, con gran esfuerzo. Entonces el rey les pidió algo más: que todo cupiera en un solo libro. Y ellos no pudieron.

Cristo, Dios y hombre, en una sola página; suspendido allí por los clavos en la cruz, levantado en alto en la más prodigiosa síntesis del amor. Porque “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo”.

Esa revelación que hace el Maestro a su nocturno visitante Nicodemo, es el profundo misterio de la Resurrección. “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros”, escribe San Pablo en su Carta a los Romanos (Rom 8, 32).

Y en la Carta a los Colosenses dice: “Cancelada la cédula del decreto firmado contra nosotros, que nos era contrario, Jesús la quitó de en medio clavándola en la cruz” (Colos, 2, 14).

San Juan, en el Apocalipsis, escribió: “Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoc 1, 5).

A su vez, cuatro siglos después, San Agustín comenta: “Ningún otro medio más consciente pudiera hallar Dios, para curar la miseria humana, que la pasión de Cristo”.

Jesús, cabeza mística de la Iglesia, cuyos miembros son los bautizados, pagó por todos con el precio de su pasión, su muerte y su resurrección. Así revela el misterio a Nicodemo.

“Brille vuestra luz adelante de los hombres, de modo que vean vuestras obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 16).

José Rosario Ramírez M.

El centro es el amor

El texto del evangelio que escuchamos hoy, es considerado por muchos como el centro del evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único…” Pero quizás sea algo más, es el centro y culmen de toda nuestra fe.
Cuando se habla de creer, viene a la mente una lista de verdades, de dogmas que debemos asimilar y profesar. Pero los creyentes debemos creer ante todo en un hecho: el amor de Dios manifestado en el don del Hijo. 

Uno puede decir que tiene fe si cree, principalmente, en el amor. Si cree que Dios ama al mundo, ama a todos los hombres, ama a cada uno de nosotros.

Y la salvación del hombre, se juega en base a la aceptación o al rechazo del amor divino manifestado en Cristo. Junto al amor, la imagen ruda de la cruz: he ahí de qué manera Cristo ha demostrado su amor al mundo.

La cruz habla de un amor derrotado, y al mismo tiempo victorioso. Humillado, y con todo lleno de gloria. Traicionado, y sin embargo, fiel. No olvidemos que es un justo a quien han crucificado.

La exaltación de Jesús en la cruz, no es una expresión de un poder dominador, sino de la elección de un único poder: el del amor. 

El creyente encuentra la salvación mirando en dirección de la cruz de Cristo. La serpiente de bronce, colocada por Moisés sobre una vara, no era un fetiche con poderes mágicos, sino la señal anticipadora de ese poder de curación que se derivaría de la cruz que se levantó en el Calvario. 

Este don determina una crisis, porque puede ser aceptado o rechazado. Por lo que el juicio no se remite al final de los tiempos: acontece ya aquí, ahora, sobre la tierra. Y es el hombre mismo quien se juzga, quien se pone como salvación o condenación, en base a la postura que asuma frente al amor manifestado en Cristo.

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