Martes, 30 de Abril 2024
Suplementos | Tercer domingo de Pascua

Es verdad, el Señor ha resucitado

La desilusión ante la cruz había producido una especie de dispersión, pero el encuentro con el resucitado volvió a congregar a los creyentes en una sola comunidad

Por: Dinámica pastoral UNIVA

«Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron». WIKIMEDIA/

«Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron». WIKIMEDIA/"Supper at Emmaus"/Caravaggio

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Hch. 2, 14. 22-33

«El día de Pentecostés, se presentó Pedro, junto con los Once, ante la multitud, y levantando la voz, dijo: “Israelitas, escúchenme. Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes, mediante los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por medio de él y que ustedes bien conocen. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, Jesús fue entregado, y ustedes utilizaron a los paganos para clavarlo en la cruz.

Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, ya que no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. En efecto, David dice, refiriéndose a él: Yo veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que él está a mi lado para que yo no tropiece. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua se alboroza; por eso también mi cuerpo vivirá en la esperanza, porque tú, Señor, no me abandonarás a la muerte, ni dejarás que tu santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida y me saciarás de gozo en tu presencia.

Hermanos, que me sea permitido hablarles con toda claridad: el patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento que un descendiente suyo ocuparía su trono, con visión profética habló de la resurrección de Cristo, el cual no fue abandonado a la muerte ni sufrió la corrupción.

Pues bien, a este Jesús Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos. Llevado a los cielos por el poder de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido a él y lo ha comunicado, como ustedes lo están viendo y oyendo’’».

SEGUNDA LECTURA

1 Pe. 1, 17-21.

«Hermanos: Puesto que ustedes llaman Padre a Dios, que juzga imparcialmente la conducta de cada uno según sus obras, vivan siempre con temor filial durante su peregrinar por la tierra.

Bien saben ustedes que de su estéril manera de vivir, heredada de sus padres, los ha rescatado Dios, no con bienes efímeros, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, al cual Dios había elegido desde antes de la creación del mundo y, por amor a ustedes, lo ha manifestado en estos tiempos, que son los últimos. Por Cristo, ustedes creen en Dios, quien lo resucitó de entre los muertos y lo llenó de gloria, a fin de que la fe de ustedes sea también esperanza en Dios».

EVANGELIO

Lc. 24, 13-35.

«El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.

Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”

Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?” Él les preguntó: “¿Qué cosa?” Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.

Entonces Jesús les dijo: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.

Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”

Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan».

Es verdad,el Señor ha resucitado

Es muy evidente cómo la trágica muerte de Cristo provocó en sus seguidores un ambiente muy propio de quien pierde a un ser querido: desconsuelo, tristeza, desesperanza, ceguera, entre otras, son actitudes muy notorias en estos dos discípulos que aparecen en el evangelio quienes, después de tres días de la muerte del maestro, deciden regresar a sus hogares.

Menciona el evangelista que Jesús se hace compañero de ellos, en lo cual encontramos un hermoso mensaje para nosotros. Es Cristo que acompaña nuestro camino, Jesús resucitado no se ha desentendido de nosotros, está presente en medio de su pueblo y nos ayuda a comprender lo que siempre estará más allá de nuestra mente, el porqué de la cruz, el cómo, y, sobre todo, la gloria de la resurrección.

La verdad es que estas preguntas superan nuestra inteligencia, pero la catequesis de Jesús nos pone en la ruta de admitir profundamente en nuestro corazón incluso aquello que nos rebasa. Lo mismo que un niño que va confiado de la mano del papá, así también nosotros, aunque no entendemos completamente porqué tanto sufrimiento, ni alcanzamos a descifrar la gloria de la Pascua, de la mano de Cristo aprendemos a aceptar que efectivamente el sufrimiento es fecundo y la prueba más grande de ello es precisamente la gloria de la resurrección. 

Así que Cristo hace, a lo largo de este camino, la obra de un catequista. Nos dice San Lucas, les fue explicando paso a paso, todos los pasajes que se referían a Él. La catequesis del maestro, sin embargo, no termina únicamente con los textos. Cuando se sientan a la mesa, parte el pan, y al repartirlo le reconocen. Sucede algo que puede parecernos extraño: cuando lo reconocen se desaparece de sus ojos, entonces ellos comentan: “nuestro corazón ardía mientras nos iba explicando las escrituras”. A esa hora de la noche, se ponen en camino a Jerusalén para dar testimonio de lo que han vivido.

Efectivamente, la desilusión ante la cruz había producido una especie de dispersión. El encuentro con el resucitado vuelve a congregar a los creyentes en una sola comunidad que con júbilo proclama: “es verdad, el Señor ha resucitado”. Pero vuelve la pregunta, por qué se desaparece después de que le reconocen. Cristo es el gran maestro, el gran catequista, y por ello les conduce hacia el misterio. Lo reconocen y Él desaparece, pero su presencia viva queda con ellos y se encuentra en ese pan compartido. Es una enseñanza que nunca olvidarán, que, en el pan compartido, el pan de la Eucaristía, está Jesucristo. Al desaparecerse, pero al quedarse en ese pan bendecido, consagrado y transformado por Él, al obrar de esa manera, Cristo, como buen catequista, los está conduciendo hacia el sacramento como diciéndoles: “después de que no me vuelvan a ver ya saben dónde encontrarme”.

Que aprendamos Señor a reconocer que caminas con nosotros aún en los momentos más tristes de nuestra vida. Que podamos sentir tu presencia en el pan Eucarístico, y que, reconociendo tu presencia, nuestra alegría sea testimonio de vida para los demás.

Creyente y testigo

Hoy, tercer domingo de Pascua, siguen vivos la alegría y el gozo en el Señor, porque resucitó glorioso y es al mismo tiempo el motivo para vivir con autenticidad el misterio de la Pascua del Señor. Narra San Lucas que el mismo día de la resurrección, la tarde del domingo, dos discípulos de Cristo iban de camino hacia su aldea, llamada Emaús, a unos 11 kilómetros de Jerusalén. Cabizbajos, tristes, pensativos y —lo peor— desilusionados. Ya nada les atraía en la ciudad de David. Volvían derrotados. Habían puesto su esperanza en Jesús de Nazaret, aquel “profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo”, y tuvo un final trágico: “Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaran”.

Así le contaron sus tristezas a un tercer caminante que a ellos se agregó. Los dejó que vaciaran su dolor, que desahogaran su pena. Era el Señor resucitado, pero ellos no lo reconocieron entonces. Luego concluyeron así: “Y nosotros que esperábamos...” Esperábamos es una expresión de derrota, de algo irremediable, sombra de algo que fue luz, cenizas de una llamarada; algo bello que fue, que pasó y se acabó.

Las imágenes de esos dos peregrinos, son también las de otros que van por la vida cargando la desgracia de los propios fracasos, y arrastran su ruina sin luz, sin esperanza. Son los que han perdido a Dios, y sin Él nada tiene sentido en la vida, y con nadie ni nada se puede llenar el vacío que queda en el alma. Grave y en extremo peligrosa es la enfermedad espiritual, que se manifiesta como desaliento, desánimo, hundimiento, tristeza; cuando la fe es tibia o se ha perdido. Muchos caen en la angustia, en la desesperación. Tal vez apostaron todo a valores efimeros, a intereses materiales, o pusieron su confianza en los hombres poderosos de la tierra y un día se quedaron solos y derrotados.

Si esos caídos encontraran a Cristo volverían a la vida, a la ilusión de subir, de no quedarse en su tristeza, en sus cenizas, en meras lamentaciones.

José Rosario Ramírez M.

Las Bienaventuranzas

Mientras el mundo padece una catástrofe sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus, el Papa ha decidido hacer una meditación sobre las bienaventuranzas, tal como se encuentran en el Evangelio según San Mateo (Mt. 5, 1-11). Sin prisa, Francisco examina en sus audiencias cada una de estas declaraciones que abren el “sermón de la montaña”. 

Las bienaventuranzas nos dan una perspectiva desde la que se puede contemplar, sin ningún dramatismo, por qué la Buena Nueva de Jesucristo se opone radicalmente a la lógica del mundo. Basta con voltear a ver lo que sucede con la emergencia sanitaria. Al sentir fragilizado nuestro actual modo de vida, la gente parece violentarse cada vez más: en Estados Unidos se multiplican las protestas por las medidas de aislamiento que se toman para evitar el contagio; en varios países los opositores políticos tratan de aprovecharse del malestar que produce el aislamiento sanitario para generar confusión y “ganar puntos” de popularidad. En las redes sociales pululan las noticias falsas, los rumores y se dispara el miedo. El egoísmo se exacerba ante la perspectiva de perder o de fragilizar nuestro capitalismo. 

Las bienaventuranzas no son una vacuna contra el egoísmo. Parecen más bien una promesa y un camino. La promesa es que aquél que decide andar el camino, vive ya en el Reino de los Cielos. Las bienaventuranzas no son un consuelo para dolientes ni tampoco un programa ético. Están dirigidas a los que buscan a Dios, a los que buscan relacionarse con Él y vivir de la vida divina; se dirigen a quienes quieren ser “hijos de Dios”. 

Mientras el mundo busca mayor confort o poder, las bienaventuranzas nos muestran un camino paradójico: aquél que quiera vivir ya en el Reino de los Cielos habrá de buscar también la vida buena para otras personas. Puesto que el mundo rechaza lo que no es suyo, esta renuncia al egoísmo nos traerá, muy probablemente, pobreza, llanto o hambre y sed de justicia. No es casual que el Papa insista en ellas: este signo distintivo de los cristianos, discreto y escondido, es urgente ponerlo a la luz. 

Rubén Corona, SJ - ITESO

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