Martes, 23 de Abril 2024
Suplementos | Trigésimo tercer domingo ordinario

Entonces se salvará tu pueblo

El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico, es un anuncio de un final que deja abierta la puerta para un principio

Por: El Informador

Es la tercera venida de Cristo, la última, la definitiva. ESPECIAL

Es la tercera venida de Cristo, la última, la definitiva. ESPECIAL

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Daniel 12, 1-3

“Los guías sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, resplandecerán como estrellas por toda la eternidad”.

SEGUNDA LECTURA

De la carta a los hebreos 10, 11-14. 18

“Cristo, ofreció un solo sacrificio por los pecados y con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado”.

EVANGELIO

San Marcos 13, 24-32

“Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse”.

Entonces se salvará tu pueblo

La figura de Cristo siempre es alegría, es amor, es esperanza. Es como cuando el niño llora y se desespera, y de pronto siente la mano del padre; las lágrimas corren por sus mejillas, pero ahora en un rostro bañado de sonrisas.

El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico, es un anuncio de un final que deja abierta la puerta para un principio. Es el final de la obra de Cristo Salvador y el principio de la consumación eterna.

El anuncio es apocalíptico. Los tres sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, dan testimonio en sus escritos de ese anuncio, con signos que, si no son bien entendidos, se ·prestan a confusión, temor y hasta angustia. ¿Qué anuncia el menor? el fin del mundo. ¿Cuándo? Nadie en la tierra lo sabe, ni lo sabrá; pero es cierto, con absoluta certeza, que sucederá, y está para poner el pensamiento más allá de las cosas materiales, esas que tanto atraen como el imán al metal, porque la consumación está en el más allá.

El capítulo 13 del Evangelio de San Marcos presenta a un grupo de judíos, muchos tal vez, frente al Templo, y con ellos está el Señor Jesús. Contemplan la majestuosidad de esa obra arquitectónica; orgullosos comentan la belleza del Templo Y la macicez de su construcción, con piedras grandes, sólidas. Tal vez para ellos sea un signo de lo que nunca terminará.

El Señor los desengaña al decirles: “No quedará piedra sobre·piedra”.·No es una maldición, pues el Hijo de Dios vino a la tierra a traer amor y todo en Él es bendición. Si habla así es un anuncio, porque no le está oculto el futuro. Advierte a esos orgullosos de su Templo, que le daban más importancia a lo material —lo que para ellos más importa— que a quien está destinado. Años después —no muchos, el 67— llegó el gran levantamiento de Judea, y el 70 llegaron los insaciables romanos, ávidos de poder y riquezas. Sus legiones, al mando de Vespasiano y luego de Tito, destruyeron ese Templo, corrió sangre y no quedó piedra sobre piedra”.

Eran frecuentes, en esos tiempos, otros mensajes de falsos profetas con anuncios de calamidades. Anunciaban terremotos desolación, derrotas militares, pestes y hambres. Cristo, el único verdadero profeta, ha de anunciar, y anuncia, un final, como final ha de tener cuanto va por el tiempo: “La luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán las estrellas del cielo...”.

Es un anuncio, el más importante, de algo que vendrá; son los tambores, son las trompetas, los heraldos que preparan la venida triunfal del Mesías.

“Entonces verían al Hijo del hombre sobre las nubes”. Es la tercera venida de Cristo, la última, la definitiva.

La primera fue, envuelto en el silencio y la sombra de una media noche de invierno, en una aldea pequeña de Israel. Sólo una estrella dejaba caer un haz de luz sobre el pesebre a donde Dios bajo.

La segunda venida es la presencia permanente, invisible, santificadora, de Cristo, en medio de su pueblo, de su Reino que es la Iglesia. Presente con su palabra, con sus sacramentos, con sus gracias. Singularmente con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y su Divinidad, en el pan nuestro de cada día, que es la Santa Eucaristía. “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos”; promesa fielmente cumplida en el correr de 20 siglos hasta el día de hoy’. Y mañana y siempre, mientras haya un pueblo en camino hacia la Patria celestial.

Cumplida su misión, esta gloriosa venida es para dar sentido verdadero, para hacer manifiesto que la plenitud del hombre no está en el suelo, sino en el cielo. “Los que duermen en el polvo, despertarán”. Los verdaderos sabios, los que entendieron de verdad el sentido de la vida, los que aquí́ abajo fueron fieles, se alegrarán en la segunda venida y “brillarán como el fulgor en el firmamento”. Entendieron para qué era la vida, por qué fueron creadas, por qué y para qué fueron redimidos. Caminaron siempre hacia una nueva vida y esperaron ese inevitable final con filial confianza en Dios. Así, para los creyentes, el misterio de Cristo se consuma en la eternidad.

José Rosario Ramírez M.

Al conocimiento de Dios

El hombre en su búsqueda de Dios, no se debe reducir simplemente a su constatación y comprobación de su existencia, hemos de buscar acrecentar nuestro conocimiento de Dios.

Sin olvidar que la iniciativa de Dios precede siempre cualquier iniciativa del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el primero que nos ilumina, nos orienta y guía, respetando nuestra libertad. Así como es siempre Él, el que nos hace entrar en intimidad con Él mismo, revelándose y donándonos la gracia de poder acoger esta revelación en la fe. No olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad la que nos busca y nos posee.

Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Ésta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades difusas dificulten la misión de la Iglesia y de los cristianos de comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y de conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Sin embargo, ésta es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la fe y marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad, a la que todos estamos llamados.

El Papa Benedicto XVI, nos propone tres vías para llegar al conocimiento de Dios. La primera: el mundo. El orden y la belleza de la creación, que conducen a descubrir a Dios como origen y fin del universo. La segunda: el hombre. Con su apertura a la verdad, su sentido del bien moral, su libertad y la voz de la conciencia, con su sed de infinito, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios y encuentra que no puede tener origen mas que en Él. La tercera: la fe. Quien cree está unido a Dios, abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Un cristiano o una comunidad que actúa y es fiel al proyecto divino, se constituye en una vía privilegiada de la existencia y de las acciones de Dios para los indiferentes o los que dudan. El cristianismo, antes que ser una moral o una ética, es la manifestación del amor que acoge a todos en la persona de Jesús.

Estas vías nos llevan al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo.

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