Miércoles, 17 de Abril 2024

A deslumbrar con la luz de Dios

La transfiguración del Señor manifiesta la gloria de Jesús y anticipa su victoria sobre la cruz

Por: El Informador

Mt. 17, 1-9. “Su rostro se puso resplandeciente como el sol”. ESPECIAL

Mt. 17, 1-9. “Su rostro se puso resplandeciente como el sol”. ESPECIAL

PRIMERA LECTURA: Gen. 12, 1-4a. “Vocación de Abraham, padre del pueblo de Dios”.
EVANGELIO: Mt. 17, 1-9. “Su rostro se puso resplandeciente como el sol”.
SEGUNDA LECTURA: 2Tim. 1, 8b-10. “El don de Dios supera con mucho al delito”.


Avanzamos en nuestro camino cuaresmal y Dios no deja de manifestarnos los signos de su presencia, benevolencia y de su gloria. La palabra de Dios nos presenta a Jesús buscando fortalecer la fe de los apóstoles, quienes se sienten desanimados después de escuchar el anuncio de la pasión y de conocer lo que pide a aquellos que quieren seguirle. La transfiguración del Señor manifiesta la gloria de Jesús y anticipa su victoria sobre la cruz.

La vida de los discípulos era relativamente cómoda mientras seguían a Jesús de pueblo en pueblo, escuchando su palabra. Pero, un buen día, Él pidió a sus tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan, que le acompañaran a orar en la cima de un monte. Así, fatigados llegaron a la cumbre y se sentaron junto a Jesús a orar, mientras contemplaban la belleza del paisaje que se abría ante ellos. Y pronto se dieron cuenta de que el esfuerzo ascético que les había supuesto llegar ahí, había merecido la pena. Nos dicen los evangelistas que aquella oración fue tan profunda e intensa, que vieron cómo Jesús se mostraba ante ellos con toda su divinidad. ¿Estarían teniendo una alucinación? No, era real, pues vieron cómo las Sagradas Escrituras, representadas por Moisés –la Ley– y Elías –los profetas–, confirmaban que, en efecto, Jesús es Dios.

Aquello sobrepasaba su capacidad intelectual, estaban confusos, pero también se sentían muy a gusto estando junto a Jesús. Era tal su consolación interior, que deseaban que aquello no acabase nunca. Pensaban que cuanto más tiempo durase aquella experiencia espiritual, mejor. Pero ese no es el fin de la oración, uno no ora buscando su bienestar interior, sino su conversión. Oramos para que Dios nos transforme interiormente en personas caritativas.

Como vemos, en este segundo domingo de Cuaresma las lecturas nos invitan a dejar la rutina, la comodidad de hacer siempre lo mismo, para aventurarnos a seguir a Jesús y tener una profunda experiencia de Dios que nos transforme. Ciertamente, eso nos va a suponer un esfuerzo, como lo fue para los discípulos subir al monte, pero valió la pena, vaya que sí. A nosotros, como a ellos, Jesús nos invita a seguir sus pasos para experimentar su divinidad. La transfiguración es una opción posible para el cristiano, ser un hombre nuevo para una humanidad nueva.

Jesús es nuestro compañero de camino hacia la meta final; con Él somos capaces de superar la prueba de la fe y experimentar la liberación gratificante de la renuncia y de la cruz en la cuaresma de nuestra vida, en el camino hacia la pascua con Cristo.

Dios de nuestros padres, te bendecimos agradecidos porque el mensaje de la transfiguración de Jesús, tu Hijo, anticipa su gloria luminosa de pascua de resurrección. Tal esperanza alienta nuestra vida errante, especialmente cuando está presente el lado hiriente de la cruz con Cristo, cuando nos cercan la oscuridad y la duda, el temor y la fatiga.

Ahí se transfiguró en su presencia

En el domingo anterior, primero de Cuaresma, el evangelista presentó la imagen de Cristo con un rostro muy humano, después de 40 días de ayuno voluntario, y con triple trofeo por la triple victoria sobre el tentador y sus tentaciones.

En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista San Mateo presenta el rostro divino de Cristo, que se revela, que se manifiesta, que descubre su divinidad. Es una solemne teofanía, manifestación de que Jesús es el Hijo de Dios.

Para esta revelación no quiso multitudes; sólo dos testigos del pasado y tres para el futuro. A su derecha se apareció Moisés, el gran legislador en el Sinaí, en el Antiguo Testamento; allá fue en otro monte, y ahora rinde culto a Cristo, que ha venido a darle plenitud a la ley. A su izquierda se aparece Elías, el profeta fiel, incorruptible, que en otro monte desafió a los profetas de los adoradores de Baal; rinde ahora pleitesía a quien eleva toda profecía, porque Él es la Palabra, el Verbo de Dios.

Los tres testigos para el futuro son Pedro, Santiago y Juan. Los hizo subir a solas con Él a un monte elevado, para que después dieran testimonio -como diria Juan, “de lo que vimos, de lo que oímos, de lo que con nuestras manos palpamos”- del misterio del Hijo de Dios, que padeció, murió y resucitó para pagar con el precio de su sangre la salvación de todos los hombres.

Tan bella fue la visión celestial, que Pedro no solamente no se asustó con la visión de los dos del pasado que allí aparecieron, sino que deseaba que eso durará para siempre. Pero todavía no era la hora, y habrían de volver a la vida de todos los días.

No se puede tener para siempre el cielo, mientras el hombre es caminante, es peregrino. Esa visión fugaz era un consuelo y un estímulo para reanimar la virtud teologal de la esperanza.

José Rosario Ramírez M.

Un cuerpo hospitalario

Gracias a la vida en común, hombres y mujeres perciben que son diferentes entre sí, que cada uno es único. Para que exista la distinción de ser “cada quién”, debe haber una vida propia, esa vida propia debe estar físicamente inmersa entre las otras vidas propias, y esa vida propia debe ser modificada por aquellos. Al vivir juntos, al vivir con los demás, nos integramos en un cuerpo social. Lo social se hace realmente presente como un sistema para estabilizar las posibles respuestas a las opciones que nos han sido transmitidas, pero no podemos olvidar que la realidad social está dada por la interacción de hombres y mujeres reales. Fuera de la interacción entre los individuos, no existe una realidad social. En otras palabras, sin ciertos hábitos, sin una cierta educación, sin ciertas costumbres, sin ciertas tradiciones, simplemente no podríamos vivir. Como miembro de un cuerpo social, el ser humano es incorporado a la sociedad, y lo que la persona obtiene en esta incorporación es el poder de lograr en el cuerpo social más de lo que puede hacer con su mero cuerpo físico. Mientras que los hábitos sociales ganan fuerza a través de su imposición a los individuos, eso no significa que los seres humanos sean arrastrados a la fuerza por las tradiciones, costumbres e instituciones de la sociedad, como autómatas. Los hombres y mujeres siempre tienen la posibilidad de elegir la continuación, cancelación o renovación de todo lo que han recibido. Las posibilidades se ponen al alcance de la persona. Sólo cuando las acepta puede apropiarse de ellas e integrarlas; también puede rechazarlas o cambiarlas. Culturalmente, la hospitalidad comienza como una práctica social principalmente familiar, luego se extiende a los próximos y finalmente a los forasteros. La hospitalidad representa, pues, una forma concreta de compasión, solidaridad y organización social. ¿La experiencia inmanente de acoger al forastero es una mera práctica social que responde a nuestra solidaridad y a nuestro impulso caritativo, o es la huella de una experiencia trascendente en la que la proximidad física del forastero me revela mucho más que un cuerpo necesitado, me revela a Dios mismo? 

Salvador Ramírez Peña, SJ - ITESO
 

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