Miércoles, 24 de Abril 2024

Un año después, ¿dónde estamos?

Atravesamos en un tiempo político distinto, pero los problemas se mantienen prácticamente igual

Por: Enrique Toussaint

La popularidad del Presidente está apalancada en muchos fenómenos y sigue conservando un amplio capital político. SUN / ARCHIVO

La popularidad del Presidente está apalancada en muchos fenómenos y sigue conservando un amplio capital político. SUN / ARCHIVO

Andrés Manuel López Obrador es el presidente que más expectativas ha levantado de la historia moderna del país. Alcanzó la silla presidencial con un respaldo social nunca antes visto. El hastío por la corrupción sistémica, la falta de oportunidades económicas y la violencia pavimentaron su incontestable victoria. 365 días después de haber comenzado su periplo en el Gobierno y 518 días posteriores a su victoria en las urnas, López Obrador sigue conservando un amplio capital político. Las encuestas sitúan su popularidad, en promedio, entre 63 y 65 por ciento (con algunas que marcan 58, como Mitofsky, y hasta 68% como sostiene El Financiero).

La popularidad del Presidente está apalancada en muchos fenómenos. Uno de ellos, su credibilidad en materia de combate a la corrupción. Es un gobernante honesto, se desprende de los estudios de opinión. Las expectativas que sigue alimentando en su narrativa. La idea de que estamos en un momento histórico que sólo tendría comparación con los grandes procesos de transformación del pasado. Su voluntarismo es otro rasgo bien calificado. Y, por supuesto, la debilidad de la oposición. Una oposición que se opone permanentemente, casi por instinto, a todo lo que propone el Presidente, pero que parece no poder dibujar alguna alternativa creíble.

Sin embargo, la popularidad no siempre es sinónimo de un Gobierno que está resolviendo los problemas de la ciudadanía. Barack Obama atravesó uno de sus momentos de menor aprobación justo cuando la economía estaba mejor, se estaban generando empleos y había enderezado el barco luego de la Gran Recesión. La aprobación de un Gobierno puede ser más una expectativa que una realidad. Más un anhelo que concreciones. Ante esto, valdría preguntarnos: ¿Cómo estamos un año después? ¿Qué es distinto y qué es, básicamente, lo mismo? ¿Ha cambiado algo de fondo?

Partamos de una idea: ni estamos en la Venezuela del Norte que presagiaba la oposición, y algunos intelectuales, ni tampoco estamos en la tierra prometida que parece abrazar la Cuarta Transformación. México hoy tiene una economía estancada -nada distinto a lo que ocurre en buena parte de América Latina-, pero con baja inflación. La política fiscal del país es conservadora, la inversión extranjera muestra síntomas de crecimiento y también hay una discreta, pero real, revalorización de los salarios. Todavía es prematuro para saber si las transferencias a través de programas sociales tendrán un impacto positivo en la reducción de pobreza. Por el contrario, la desaceleración ya afecta la creación de empleos y, sobre todo, la confianza del sector privado. Vivimos una paradoja: existe más desconfianza interna que externa. Por lo tanto, en términos económicos estamos básicamente igual que al final del sexenio de Enrique Peña Nieto.

El combate a la corrupción se mueve en una disyuntiva que marcará si estamos frente a un cambio de fondo o simplemente a la reproducción sexenal de la justicia selectiva. La clave es si la Fiscalía y la Unidad de Inteligencia Financiera logran convertirse en entes independientes que no estén sometidos a la línea del Gobierno. Existen señales en esta dirección -particularmente en los casos que afectan a gobiernos anteriores-. No obstante, no hemos visto el mismo empeño con escándalos que afectan a cercanos a López Obrador (Carlos Lomelí o Manuel Bartlett). Es un avance, también, que el presupuesto no esté condicionado por “moches” o intermediarios corruptos, pero eso no quita la discrecionalidad que tiene el Presidente a la hora de negociar el reparto de recursos con gobernadores y alcaldes. Subordinar las asignaciones presupuestales a criterios políticos puede ser otra forma de corrupción.

Y un elemento restante: la rendición de cuentas. En enero, el Presidente le declaró la guerra a los huachicoleros. Una batalla que respaldó, en su mayoría, el pueblo de México. Vivimos un mes de desabasto de gasolina y, a pesar de ello, casi un año después, no sabemos qué pasó. Ni siquiera es posible rastrear, en el presupuesto, los ahorros por la política de combate al robo de combustible. La ciudadanía admite discursos y buenas intenciones durante un tiempo determinado, pero luego la exigencia de resultados es inevitable.

La batalla decisiva para López Obrador, y su Gobierno, es el combate a la violencia. Si podemos hablar de un fracaso, sin ambigüedades ni matices, es la política y estrategia de seguridad. No sólo los indicadores son peores que en sexenios anteriores, sino que es inocultable el pesimismo que se va extendiendo entre la población. López Obrador necesita sentido de realidad. Culpar al desastre heredado es rentable por algún tiempo, pero su victoria, en gran parte, se debe a que los ciudadanos culparon al PRI y al PAN del desastre del pasado. Ese juicio político ya tuvo lugar. Ni los “abrazos y no balazos”, ni la Guardia Nacional, ni la colaboración con estados y municipios está dando resultados. Sin un “golpe de timón”, la violencia puede erosionar el capital político de López Obrador durante 2020. Calderón no estuvo muy lejos de los niveles de aprobación que hoy tiene López Obrador, pero su obstinación por mantener una estrategia fallida de combate a la violencia terminó devorándose toda su credibilidad.

Sin embargo, detrás de los datos, indicadores o valoraciones de las agendas más importantes para el país, hay una tendencia a la que AMLO debería volver: la transversalidad. Es cierto que su aprobación es alta, pero incluso en la entrega del Financiero (que es la más benigna con el Presidente, ya que le otorga una aceptación del 68%), comenzamos a ver que la polarización es una realidad. Por ejemplo, la diferencia entre el Sur que más apoyo al Presidente y el Occidente, donde hay menos apoyo, es de 18 puntos (al inicio del sexenio era de 7 puntos). También comienzan a haber brechas por nivel educativo. Aumenta la aprobación de AMLO en sector de bajo nivel educativo, mientras que comienza a desplomarse en segmentos universitarios. De la misma forma, comienza a prefigurarse una brecha ideológica: una altísima aprobación entre personas que se definen de izquierda y una caída de hasta 18 puntos entre aquellos que se identifican con la derecha. El Financiero identifica esa distancia ideológica en 20 puntos. No olvidemos, la potencia y el respaldo del proyecto de López Obrador se debió a su capacidad de seducir electores en el centro, en la derecha y en la izquierda; en el Norte, el Sur y el Bajío; en las Universidades y en los barrios más pauperizados del país.

A un año de distancia, sigo sin entender la estrategia de confrontación del Presidente. Unificar a sus bases le permite tener un partido cohesionado y gobernabilidad entre las distintas facciones de Morena, pero lo aleja de reconstruir esa gran coalición de electores que le permitió arrasar en los comicios. Los auténticos proyectos transformadores lograron construir grandes consensos bajo la idea de que es importante tener un país más justo e igualitario. El plebiscito discursivo de López Obrador le está incapacitando para dar respuestas contundentes a la coyuntura que vive México y le está restando apoyos en determinados segmentos de la población.

Es un primer año en donde los resultados están lejos de la expectativa que se trazó y el Presidente necesita hacer ajustes. No tengo la menor duda: 2020 marcará el futuro del proyecto de López Obrador.

Tapatío

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