Viernes, 26 de Abril 2024

Polarización

¿Por qué la tensión política nos puede llevar a una ruptura social en México?

Por: Enrique Toussaint

Polarización

Polarización

Las elecciones son un método civilizado de resolver nuestras diferencias. Acudimos a un centro de votación y tachamos una boleta. Lo ideal en una democracia es que podamos sufragar por aquél o aquella que representa los principios y valores que consideramos correctos para una comunidad. Votamos porque sabemos que somos distintos y aceptamos que la mayoría tiene que gobernar sin vulnerar los derechos de la minoría.  

La pluralidad social se manifiesta en las instituciones. El conflicto político, marcado por nuestras diferencias en la forma de ver el mundo, es canalizado a través de los órganos representativos de la democracia. Pero, ¿qué pasa cuando esa disputa política no se atempera con las urnas? ¿Qué sucede cuando la polarización rebasa la posibilidad de absorción por parte de las instituciones?

México vive un momento de profunda polarización política. Los matices y los grises están siendo arrasados por una ola frenética de pasión política. Es como si el país estuviera dividido en dos. Dicen que en una guerra lo primero que se destruye son los puentes. Los puentes como símbolo de posible -y necesario- entendimiento.

Chairos y mochos. Pejezombies y derechosos. Una elección que parecía arrojar un mandato popular claro y contundente -López Obrador obtuvo más apoyo que ningún presidente en la historia de México- no resolvió el conflicto político. Por el contrario, la transición luce aún más polarizada que los comicios. Insultos recorren los medios de comunicación y las redes sociales.
Existen muchas dimensiones que explican dicha polarización. Aunque una me parece especialmente grave: el déficit de democracia en la política y la sociedad mexicana.

Muchos de los críticos de Andrés Manuel López Obrador siguen sin procesar el mensaje de los comicios. En sus comentarios se percibe una banalización permanente de las razones que llevaron a López Obrador al triunfo electoral. Es como si consideraran ilegítima su victoria. “Los engañaron” y sobrevive ese constante insulto y degradación al elector que apostó por el ex jefe de Gobierno de la Ciudad de México.

En muchos críticos feroces de López Obrador existe un hambre de verlo fracasar rápido. No se quieren arriesgar, ni un milímetro, a que exista un hipotético escenario en donde el presidente electo pueda hacer bien las cosas y dar resultados. Ese talante inquisidor, esas ganas de destrucción, no las vi en la transición de 2012. Las críticas son demoledoras, sin haber siquiera comenzado a gobernar, como si tirar todo a la basura adelantara su innegable fracaso.

Y si López Obrador tiene toda la legitimidad para emprender el proyecto que prometió a los ciudadanos, la oposición tiene también la responsabilidad de plantear proyectos alternativos. Sin embargo, ante el desmembramiento de los partidos de oposición, el ataque al proyecto de López Obrador nace de las cúpulas empresariales, los medios de comunicación y la comentocracia. Y aquí entra otro déficit democrático: los simpatizantes de López Obrador le conceden al voto del 1 de julio una especie de aura que aniquila cualquier legitimidad de la crítica. ¿De verdad hay alguien que cree que en la democracia un porcentaje de votación, por más alto que sea, destierra la necesidad de los contrapesos, la crítica y la libertad de expresión? ¿Qué democracia podemos tener si el ganador califica toda la crítica como reaccionaria, conservadora o fifí?

El talante democrático se demuestra en las victorias y las derrotas. Los primeros que deben entender que los votos no solapan el autoritarismo. Un demócrata tiene que demostrar que lo es con sus acciones cotidianas: admitiendo la crítica, gobernando con los oídos abiertos, respetando la ley, dando su espacio a los otros poderes. Y los segundos, elevando el nivel de oposición y no confundiendo la crítica con la persecución. Una cosa es no compartir un proyecto de origen y otra es desear ávidamente su fracaso a diario.

Muchos países de América Latina se fracturaron en términos políticos y, en estos momentos, son sociedades incomunicadas, polarizadas y en donde no hay otra narrativa más que la de los vencedores y los vencidos. Una democracia apela a todos y el relato de destruir al otro puede dejarnos un país roto por décadas. Venezuela, Brasil, Ecuador, Nicaragua, son naciones en donde la disputa política no llevó a una mejor democracia; por el contrario, la ruptura tuvo como consecuencia la aparición de la seducción autoritaria. Bolsonaro es, también, el espejo de dicha ruptura.

El sexenio de López Obrador comienza en 40 días. La mayoría de los temas que hoy dividen (consultas, aeropuertos, trenes, reformas, amnistías) están en el campo de las declaraciones. No hay hechos, sólo palabras que desatan el aplauso de unos y concitan la condena de otros. México necesita una oposición sólida, pero también leal al mandato de las urnas. Una polarización sexenal desgarraría familias, escuelas, amigos, centros de trabajo. El colapso del régimen político de la transición también supone la apertura de múltiples debates, algunos que estuvieron vedados por décadas, y que hoy se ponen en el centro de la deliberación: austeridad, diseño institucional, modelo económico, democracia, y un larguísimo etcétera. México necesita que nos escuchemos entre distintos.

Una democracia supone deliberación y debate. Nadie pretende que el apasionamiento político sea sustituido por una especie de tardecita de café. Entramos a un momento de extrema polarización de la política mexicana porque la deliberación se torna cada vez más ideológica. Por décadas, la disputa izquierda/derecha en México quedaba oscurecida por la oposición al Partido Revolucionario Institucional (PRI). Primero democracia y luego pugna ideológica. Dicen los gramscianos que la ideología es el campo de batalla de la política. El control del sentido común de los ciudadanos. La elección del primer de julio puso en entredicho conceptos que no discutíamos: sociedad civil, medios de comunicación, la primacía de lo técnico sobre lo político. Es imposible separar política de ideología, pero sí es posible que la deliberación no suponga la ruptura de una comunidad política. Gobierno y oposición deben ser responsables, sino en pocos años nos encontraremos con un país roto.

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