Domingo, 20 de Julio 2025

¿Cómo era Guadalajara en el pasado? Así describió la ciudad un viajero del siglo XIX

Guadalajara cambia a diario. Por nosotros y a costa de nosotros. Cambia de mano de quienes la gobiernan, y también por los gobernados. Todos somos ella

Por: Fausto Salcedo

Nada queda ya de los arroyos y de los puentes de piedra, de los conventos y las huertas frutales, de los tranvías arrastrados por mulas, las garitas y las fuentes, las calles empedradas. EL INFORMADOR / ARCHIVO

Nada queda ya de los arroyos y de los puentes de piedra, de los conventos y las huertas frutales, de los tranvías arrastrados por mulas, las garitas y las fuentes, las calles empedradas. EL INFORMADOR / ARCHIVO

Cada ciudad es cambio. Las calles que hoy andamos, en amaneceres no muy distantes, dejarán de ser las mismas. Las casas en las que crecimos, dentro de algunos años, quizás sean las nuevas cafeterías donde los jóvenes del futuro tengan su primera cita. Las avenidas en las que pedaleamos, los parques en los que nos dedicamos al silencio, las fincas, los edificios y los espacios que sentimos nuestros, no significarán nada para nadie, cuando la ciudad crezca, cuando la urbe sea otra.  

Guadalajara cambia a diario. Por nosotros y a costa de nosotros. Cambia de mano de quienes la gobiernan, y también por los gobernados. Todos somos ella. A veces la cuidamos, y otras no tanto. Crece hacia arriba y los lados,  adquiere nuevos rostros, con sus calles renombradas, con sus nuevos espacios, con los que llegan de otras partes y se integran a su lógica. Poco queda de la ciudad que en algún momento de su historia fue una villa de españoles desorientados, asentados en la soledad de un valle inmenso, a un costado del río que serpenteaba entre las piedras.  

Nada queda ya de los arroyos y de los puentes de piedra, de los conventos y las huertas frutales, de los tranvías arrastrados por mulas, las garitas y las fuentes, las calles empedradas. Ya no existen las rosas que todavía le dan uno de sus apodos a Guadalajara. De los grandes hombres que forjaron y formaron la ciudad, no quedaron más que sus nombres en las calles. Y nadie los recuerda, así como tampoco nadie nos recordará a nosotros. Pero ese olvido, en su conjunto, en sus obras minúsculas y vidas insospechadas, es lo que conforma la ciudad.

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EL INFORMADOR / ARCHIVO 
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¿Cómo era Guadalajara en el pasado? ¿Cómo éramos antes? Por fortuna contamos con acervos fotográficos que nos permiten escudriñar al ayer desde la imagen, y así saber que donde hoy está el concreto y la Calzada Independencia, existió un río, el San Juan de Dios, cuyos caudales desembocaban hasta la Barranca. Que el Agua Azul fue un manantial donde surcaban las barcas. Que la Catedral no siempre tuvo sus icónicas torres de alcatraces al revés. Que Plaza del Sol eran campos y más campos. Que el Parque Rojo fue una penitenciaría, que donde hoy está la rectoría de la UdeG hubo una escuela de música.

Sabemos que Zapopan y Tlaquepaque eran poblados distantes, a los que se llegaba en trenes arrastrados por mulas. Y ni siquiera es necesario ir tan lejos en el pasado: la imagen nos permite saber que la Guadalajara de nuestra infancia no es ni de lejos la Guadalajara de hoy, y que la de hoy ya no será la de mañana.

La ciudad en la memoria del viajero

Pero también, para entender cómo fuimos, existen los testimonios escritos, el recurso de las crónicas, los acervos periodísticos, y la mirada de quienes, hace muchos años, caminaron por estas calles. Tal es el caso del estadista y geógrafo Eduardo A. Gibbon, del Liceo Mexicano, que visitó Guadalajara en las postrimerías del siglo XIX, y dejó sus recuerdos en el libro "Guadalajara: Vagancias y recuerdos", del año 1893. Fue un hombre que viajó por todo el mundo, que conoció las grandes metrópolis de su tiempo, que recorrió Europa e idolatró Venecia, y que quedó fascinado con lo nuestro. Así describió a la Perla Tapatía en los últimos años del siglo XIX:

"Este es Jalisco, esta es en gran parte de la patria mexicana, ignorado hasta por sus propios habitantes, pero que hoy en día ya recorremos en ese invencible explorador del mundo que se llama locomotora. La bella Guadalajara, la que tanto anhelaba conocer... las torres de su catedral destacándose con su forma caprichosa, las bellísimas cúpulas de sus templos y edificios, el gran caserío de la ciudad... ¡Qué impresión más bella para el viajero!

EL INFORMADOR / ARCHIVO 
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"¡Guadalajara! ¡Guadalajara! anuncia con acento el conductor. La gran locomotora da un bramido, es su saludo a la ciudad. Salté al andén en medio de una multitud desconocida. Salidos de la estación, las impresiones de la ciudad son, desde luego, gratas e interesantes. Las cúpulas y la gran torre del exconvento de San Francisco se destacan envueltas en sus propias sombras. Guadalajara, la tierra de las flores, ostenta sus bellos jardines por doquier, el primero con que tropieza el viandante es el San Francisco, frondoso y aromático".

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"Si Cristóbal de Oñate, el verdadero fundador de esta ciudad pudiera contemplarla en su estado actual, bien se puede decir que su sorpresa no encontraría límites. Hacía esta reflexión cuando entraba por la calle de San Francisco y me recreaba con sus edificios de doble piso, sus elegantes tiendas de comercio con grandes aparadores de cristal. Sus amplios tranvías cruzando por todos lados, sus aseadas banquetas, su pueblo cortés, simpático y limpio".

La Plaza de Armas, las costumbres, el río

"Pensaba, sentado en un asiento del delicioso jardín de la Plaza de Armas, y en una noche encantadora. Es esta Plaza de Armas, el centro más precioso de toda esta ciudad. Vagar aquí de noche, es vagar con todo un poema en la cabeza. Hay aquí, dos costumbres que llaman la atención de todo forastero. Primera: las damas dan vueltas en la Plaza enteramente solas, y los hombres todos juntos también, tomando la dirección opuesta al rumbo llevado por las damas. La otra costumbre es aquella que tiene el pueblo bajo de no mezclarse con la gente de tono".

"En cuanto a la primera costumbre, hay algo que decir (…) en esta Guadalajara, como en otras partes del país, tenemos tan limitado el contacto con las del sexo opuesto. No cabe duda que esta costumbre pronto ya pasará, y en porvenir no muy lejano, se verá a los jóvenes de ambos sexos paseando del brazo como se usa en otros países".

"Comienza la concurrencia a dispersarse, y cada quien se dirige a su hogar. No tarda mucho en hallarse la bella Plaza de Armas, tan desierta como el panteón. La ciudad también asume un aspecto solitario y tranquilo. En mis vagancias nocturnas, tan solo me he encontrado con uno que otro briago de tequila; por ciertas calles, he observado una que otra fonducha abierta a deshora, y donde se servían muy olorosos platos. Había vagado mucho en esta noche, y un tanto fatigado había llegado a orillas del riachuelo San Juan de Dios, que atraviesa la ciudad".

EL INFORMADOR / ARCHIVO 
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Una ciudad que ya suscitaba melancolías en el pasado

Algunos años más tarde de la visita de Eduardo A. Gibbon, en 1930, Agustín Yáñez, quien fue gobernador de Jalisco de 1953 a 1959, y uno de los más grandes exponentes de nuestras letras, también dedicó un lugar a Guadalajara, su ciudad, en su literatura, con cierta nostalgia agridulce de las calles cambiantes ante el paso inconmovible de los años:

“ Estas páginas dan testimonio de mi ciudad natal en el año de 1930 (…) Familias, comercios y oficinas mudaron domicilio; árboles de recuerdo -amados- padecieron tala: el jardín del Santuario está pelón, la Plaza de Armas perdió sus sombras y la Alameda fue diezmada; edificios flamantes usurparon lugares de añoranza, gobiernos han ido y venido con proyectos, caprichos y realizaciones adversos entre sí (…)”

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"Es penoso transitar por las calles y en algunas, imposible; una racha de extranjeros ha caído sobre los negocios, construcciones de mal gusto han sido clavadas en parques y jardines, infíltranse modernos estilos de vida, suenan en los periódicos nuevos nombres, hay nuevas caras en las calles, en las aulas..."

" Y sin embargo nada he querido añadir o quitar a la visión de la Guadalajara que dejé hace 10 años, vuelvo transitoriamente a su almo reciento, el sabor del pan, los chales de las mujeres, la frescura de los patios, la música romántica en las cantinas, el paso de los cortejos fúnebres -a pie, lentamente-, rumbo a Mezquitán, el rodar de bicicletas y coches de caballos, el tiempo perdido en las bancas de los jardines, la luz de las caras nuevas..."

“Late la sangre de mi ciudad en la sien de mi barrio, en las venas de mis caminos...”

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MV
 

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