Miércoles, 01 de Mayo 2024

Leyendas, mitos urbanos y algunos sinsentidos de Guadalajara

Una recopilación de los mitos y leyendas de nuestra ciudad a través de los años, y de realidades que han superado a la ficción  

Por: Fausto Salcedo

El Día de Muertos es una tradición que nos permite acercarnos con lo sobrenatural. EL INFORMADOR/ARCHIVO

El Día de Muertos es una tradición que nos permite acercarnos con lo sobrenatural. EL INFORMADOR/ARCHIVO

Los mitos y leyendas son relatos y narraciones que se comparten de generación en generación y que tienen un fuerte sustento en la tradición y en la cultura: una anécdota que, de algún modo incomprensible, conocemos todos. Los mismos miedos de siempre, que inundaron nuestros imaginarios en las noches de la infancia, que cimentaron nuestras fantasías, y que han de trascendernos, porque son semillas regadas por el viento de las costumbres. En su conjunto, las leyendas mezclan los territorios de lo verdadero y lo fantástico. Aunque como la vida misma nos ha demostrado, la realidad es en ocasiones infinitamente más soprendente que la fantasía.  

Guadalajara es cuna de toda clase de relatos, mitos y leyendas fundacionales presentes en nuestros monumentos históricos, invisibilizadas en las capillas de los templos de todos los días, rezumando en las criptas bañadas de las hojas del otoño en los panteones más antiguos, o eternizadas en videos de dudosa calidad en los tremedales del internet. Desde lo tenebroso, lo incomprensible, hasta lo ridículo e injusto de la vida diaria, estas son algunas de las leyendas y los mitos urbanos que han marcado Guadalajara a lo largo de los años. 

El Puente del Diablo

Aspecto de Puente Grande. EL INFORMADOR/ARCHIVO

Cerca de los páramos lejanos y ardientes de Zapotlanejo, más allá de la prisión bañada por el sol recalcitrante, existe un puente de piedra que parece labrado para el tiempo y contra el tiempo mismo. Tiene más de 300 años de antiguedad, cruza por encima del cauce fangoso del Río Santiago, y en sus épocas facilitaba el tránsito para las caravanas que llegaban desde el norte. Su edificación, como muchas leyendas, tiene como fundamentos las razones del corazón. Un hombre, habitante de Puente Grande, vivía la vida en la amargura insoportable de no poder consumar su amor con una joven de Zapotlanejo. La amaba con locura, y era correspondido, pero sus sentimientos estaban divididos por el estorbo intransigente del Río Santiago, cuya corriente sin límites era imposible de cruzar. Comprendiendo que ni sus rezos ni sus súplicas a Dios eran suficientes para llegar a su amada lejana, el hombre decidió hacer un pacto con el Diablo: si Lucifer conseguía construir un puente antes del primer lucero de la mañana, él le entregaría su alma sin condiciones, y para siempre. 

El Diablo comenzó a edificar aquel camino de piedra sobre las corrientes espumosas del Río Santiago. El amanecer era inminente, y el puente estaba a punto de ser concluido. La mujer de Zapotlanejo, sabiendo que el alma de su enamorado estaba en riesgo eterno, comenzó a imitar el canto de un gallo. Lo hizo con tanta destreza, fue tanta la desesperación de su corazón, que su canto despertó a otros gallos, los cuales comenzaron a imitarla, y cantaron al unísono de la madrugada. Aquel coro fue tan fuerte que llegó a oídos del Diablo, y supo que había perdido, que no importaba que tan sólo faltase una piedra para concluir su labor, que había sido derrotado por una fuerza más grande a la de su albedrío, y que el amanecer debía estar retratándose en el horizonte.

Se retiró. Los amantes, finalmente, corrieron a sus respectivos brazos, ajenos al estropicio del río que con tanto encono quiso mantenerlos distantes, y que ahora era un simple cauce inoportuno que corría bajo sus pies. El puente permanece sobre el río, imponente, inexplicable, más antiguo que el transcurrir de los años y del soplar del viento. 

El Monje del Panteón de Belén

Una pareja posa en las escaleras del mausoleo principal del Panteón del Belén. Ella aferra un ramo floral. Lleva su vestido de novia, cuya cola blanca y larga se desborda como el cauce de un río sobre la escalinata de piedra. Él se mantiene erguido, con el pecho en alto, y con el traje de gala resplandeciente. Se miran frente a frente, están tomados de las manos, y la imagen a veces se entrecorta delatando la calidad de las cámaras portátiles de antaño, en cuyos casetes se quedaron eternizadas fiestas de cumpleaños, viajes en la playa, y atardeceres congelados en una melancolía que dura para siempre. La toma es fija, simple, con los novios como centro, idealizándose a sí mismos en este acto de retratarse en la dicha.

Detrás de ellos, al fondo de la escena, más allá de los umbrales portentosos del mauseoleo, los camichines silenciosos son sacudidos por el viento. La cámara comienza alejarse, a desenfocarse, en el momento preciso en el que una figura aparece de pronto bajo la escalinata. Un hombre alto, cabizbajo, envuelto en un hábito antiguo, y llevando un crucifijo blanco en una de sus manos. Jamás se le ve el rostro, y se desvanece en la oscuridad que lo recibe tan pronto como apareció ante la luz. Los novios no se percatan nunca de su presencia. Siguen mirándose a los ojos, felices en este instante único en la vida en el que por un momento no existía el temor ante el futuro. 

El elfo caminante de San Juan de Dios

Era 2004, la época de las generaciones de YouTube, cuando terminadas las clases los niños se congregaban en los "ciber" para jugar los videojuegos de sus caricaturas favoritas, o para ver videos de aliens diseccionados en operaciones clandestinas u obedecer a la morsa en un baile tétrico que poblaría las pesadillas de miles. Era una época más fácil, cuando bastaban cinco pesos para usar la computadora por media hora, y diez pesos para una hora completa y que, no obstante, parecía eterna. Por aquellos años, también, se popularizó entre las infancias y las juventudes el uso de los "elfos", aquellos muñecos de ojos tiernos y pieles macilentas a los que había que alimentar con leche tibia bajo las noches de luna llena, y que tanto escándalo ocasionaron entre padres de familia y párrocos despavoridos. 

Muchos jóvenes y niños de aquellos años creían que sus queridos elfos, en efecto, tenían dentro de sí un remanso de vida insospechada, a la que había que suscitar con rituales específicos. Lo que no esperaron nunca es que también pudiesen caminar, como lo demostró un video que se desperdigó como pólvora muchos años antes de que existiese siquiera el concepto de lo "viral".

En él, se atestiguaba el escándalo en uno de los muchos pasillos abarrotados del mercado de San Juan de Dios, entre hileras de zapatos, muchachos de las cuatro de la tarde vestidos con sus uniformes de la secundaria, y gritos de pánico y de desconcierto ante la imagen increíble de un alfo caminando a luz del día, en pleno Centro Histórico de Guadalajara, y a la vista de todos. Dando pasos de infante primerizo, como si ni él mismo creyera su prodigio, pero caminando a fin de cuentas. Un elfo enorme, con la mirada inocente pero la sonrisa maligna, y el cabello desordenado del color del cempasúchil. 

Las modas suelen ser primaveras de paso, de las que a veces no quedan ni los recuerdos. De aquel elfo caminante no quedó otro testimonio más que su video saturado de pixeles, rodeado de pubertos recién salidos de clases en una época donde todavía era más fácil entusiasmarse por lo incomprensible. Poco a poco dejaron de verse a los elfos entre los jóvenes de Guadalajara, sustituidos por las canículas de otras modas pasajeras. 

Avistamientos OVNI en la Barranca de Huentitán

Panorámica de la Barranca de Huentitán. EL INFORMADOR/ARCHIVO

La zona metropolitana de Guadalajara termina de modo abrupto con los precipicios de huizaches y mezquites de la barranca de Huentitán y sus mariposas eternas. Desde cualquier rincón de Guadalajara pueden contemplarse aquellos cerros recónditos en el horizonte, colosos mansos que se tiñen de oro cuando cae el sol del cielo. Ha sido un sitio de batallas históricas, de desavenencias territoriales, y, en décadas más recientes, de esparcimiento para deportistas dominicales y refugio por excelencia de amantes desesperados.

 

Entre las hierbas grandes de la Barranca se encuentra de todo: aguas termales, pueblos abandonados y puentes antiguos, pero también una fauna más exótica que las mariposas como lo son las latas de cervezas oxidadas y preservativos petrificados. Además de ser rincón de asesinatos y desapariciones, la Barranca de Huentitán es también cuna de leyendas y mitos. Algunos de los más increíbles, es de las luces de ningún lugar que vuelan entre sus precipicios en las noches, y que no tienen explicación alguna. A través de redes sociales, distintas personas han compartido las experiencias vividas entre los senderos arbolados de la Barranca, y de los avistamientos de "luces" que sobrevuelan a baja altura sobre los precipicios.

El podcast Jalisco, Voces de Leyenda, va más lejos y narra el testimonio de un día fatídico en la Barranca de Huentitán, cuando en la década de los 70 un grupo de jóvenes expedicionistas decidió acampar a un costado del río Santiago. Uno de ellos se llamaba Alberto, y tenía una condición física que le impedía moverse con facilidad. La noche arribó para aquellos jóvenes, junto con la pesadilla. Cuando decidieron que era hora de dormir, más allá de las risas y las conversaciones de la medianoche, los gritos de horror en medio de la oscuridad les desordenaron los intestinos en un vacío de pánico. Provenían de Alberto y una compañera, que a la llegada las penumbras se habían alejado del grupo. Cuando el resto de los muchachos corrió hacia la dirección de los lamentos, y dirigieron la luz de sus linternas, se unieron a los gritos. "Era una persona que medía más de dos metros, y era muy delgado", cuenta el narrador. Pero luego comprendieron que no era una sola persona, sino que varios de aquellos seres los acechaban desde los arbustos. "El rostro carecía de facciones, era casi una máscara... tenían los ojos más grandes y no tenían nariz".

Huyeron al instante, pero Alberto, que no podía correr, se quedó atrás, en la oscuridad. Cuando comprendieron esto, regresaron demasiado tarde por su compañero. Alberto ya no estaba. No sólo eso: en el campamento no quedaba nada, ni la comida, ni los rescoldos de la fogata extinta, ni las tiendas desde donde contemplaron las estrellas. Lo buscaron toda la noche, sin éxito. Siendo conscientes que nadie creería en sus testimonios, los jóvenes decidieron contar a las autoridades que en la madrugada fueron atacados por un grupo de pandilleros. Alberto había desaparecido.

Dos semanas más tarde, los padres de éste fueron notificados que un joven fue encontrado a un costado de la Barranca. Estaba llorando, desnudo y en posición fetal. Perdió la capacidad de hablar, así como también los dedos anulares de ambas manos, y los pulgares de los pies. En la espalda tenía una cicatriz que lo atravesaba de lado a lado, y según el dictamen médico, tampoco tenía apéndice. Era Alberto. Falleció un mes después a causa de un cáncer inexplicable, y sin poder explicar lo que ocurrió aquella noche terrible en la que desapareció. 

La hostia que palpitó

Ya había caído el crepúsculo del 22 de julio de este año, cuando un séquito de fieles asistió a la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, en Zapotlanejo, para celebrar sin percances su ceremonia de la noche. Era un viernes al ocaso de verano, fresco y sin el desconcierto de las lluvias. El sacerdote argentino Carlos Spahn, quien oficiaba la fiesta eclesiástica a miles de kilómetros del sur de su patria, colocó una hostia sagrada en su ostensorio, y la expuso ante los fieles para que fuese adorada en el momento del Santísimo. Nadie esperó nunca el curso que tomaría aquella misa, y que por muchas razones de este mundo y del otro sería distinta a cualquier otra ceremonia que hubiesen presenciado en el pasado.

En algún momento de la noche, algún católico confundido se dio cuenta de que algo inusual acontecía en la hostia colocada en el ostensorio: estaba palpitando. Un palpitar coordinado, preciso, como si un viento incomprensible la desbordara por dentro, y como si una lógica más allá de lo tangible decidiera mostrar la prueba irrefutable del milagro ese viernes 22 de julio, en ese instante preciso de la noche, y en este rincón del mundo de Zapotlanejo, Jalisco.     

El padre Carlos Spahn, que también es exorcista y que en su vida ha visto más cosas de las que un humano corriente tendrá la oportunidad de atestiguar, no sintió más conmoción que la de lo divino, y confirmó el suceso como algo propio de Dios. "Se ve cómo se infla la hostia, como un corazón; se ve cómo tiene el movimiento de sístole y diástole, y tiene los latidos del corazón al ritmo perfecto de un ser humano", indicó. Entre los asistentes a la ceremonia alucinante se encontraba un doctor, el cual confirmó a su vez que era "un corazón perfecto, con el movimiento exacto". Los milagros no terminaron esa noche, pues al momento de la comunión una mujer aseguró que también la hostia dentro de su boca palpitaba. La Arquidiócesis de Guadalajara no se pronunció al respecto. 

El misterio de las cruces 

Las cruces en el Centro Histórico de Guadalajara. ESPECIAL/Twitter

Aparecieron de pronto en las calles de Guadalajara, durante los primeros días de la pandemia del coronavirus, mucho antes de los aislamientos obligatorios y las cuarentenas interminables que por un momento nos hicieron pensar que el mundo no volvería a ser el mismo. Nadie supo cuándo llegaron, quién las hizo ni por qué, pero su simple visión bastaba para inquietar a los tapatíos en una época en la que la realidad se asemejaba cada vez más a una distopía de ciencia ficción. La cuestión era esta: a lo largo y ancho del Centro Histórico, aparecieron diversas cruces pintadas con excremento humano, arbitrarias, desconcertantes, y sin explicación alguna.

Nunca hubo una explicación certera en cuanto a su propósito, motivo o fin. Diversas teorías se desperdigaron por las redes sociales: que era una protesta social por el desabasto del papel higiénico en la paranoia inicial de la pandemia; que eran mera obra de la inspiración infinita de un indigente desquehacerado, y los más suspicaces afirmaron que las cruces se encontraban colocadas en puntos estratégicos de Guadalajara. Incluso hubo quienes las ubicaron en la geografía de mapas minuciosos, y determinaron con juicios drásticos que sus coordenadas formaban desde las alturas un pentagrama. Las repercusiones venideras de la pandemia pronto minimizaron las controversias en torno a estas cruces misteriosas cuando la realidad se volvió más terrible, y Giovanni López Ramírez murió el 4 de mayo de 2020 en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, asesinado por policías municipales al no portar cubrebocas. La verdad tras las cruces de excremento no se supo nunca. 

El camión de la muerte 

La caja abandonada del tráiler, en cuyo interior había cerca de 300 cadáveres. SUN/ARCHIVO

El 14 de septiembre del 2018, un tráiler de ningún lado apareció de pronto entre los campos lejanos de Tlajomulco. Se quedó estancado en el lodo, inmóvil entre los maíces mecidos por el viento y los huizaches incipientes. Era un vehículo grande, con una caja que tenía la capacidad para soportar cerca de dieciocho toneladas, y en uno de sus costados tenía pintada la imagen de un oso polar feliz. Al principio su presencia súbita no alarmó a nadie, y todo el mundo continuó con sus rutinas diarias ajenos a aquel mastodonte blanco entre las hierbas.

Fue el principio del escándalo y del terror. Horas más tarde, un olor insoportable comenzó a emanar del tráiler después del largo sol del mediodía, y algunos vecinos atestiguaron horrorizados cómo del interior de la caja goteaban chorros de sangre putrefacta. Lo que entonces no sabía nadie es que dentro del tráiler había 273 cadáveres apretujados, cuerpos sin nombre y sin justicia cociéndose en el fuego lento del sol de septiembre, asfixiándose en bolsas de plástico, y que su presencia en aquellos pastizales de Tlajomulco no era producto de la casualidad o del error, ni tampoco obra del crimen organizado, sino una decisión irresponsable y apresurada del gobierno.    

Tlajomulco fue el destino final del tráiler de la muerte a través de las calles de Guadalajara. Su éxodo de infamia tenía como explicación la crisis forense que desde hace años azota nuestra entidad: en las instalaciones del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (SEMEFO) no cabe un cuerpo más. Ante las morgues rebasadas, a las autoridades en turno no les quedó más remedio que tomar una decisión precipitada, y apilaron los cadáveres en dos tráileres como medida precautoria en lo que se acondicionaba un lugar más propicio para disponer de los cuerpos. Entonces comenzó el recorrido de la muerte. El 31 de agosto aquel Caronte de infortunio abandonó las instalaciones de la SEMEFO con su contenido de 273 cadáveres, transitando sin contratiempos por las avenidas de Guadalajara, y se encaminó a una bodega en Tlaquepaque donde permaneció por varios días hasta que el olor volvió a ser insoportable, y los vecinos de la zona se quejaron ante las autoridades.

El tráiler se encaminó entonces a una de las instalaciones de la Fiscalía de Jalisco, donde su tamaño no le permitió entrar, y finalmente se decidió trasladarlo a unos almacenes recónditos en Tlajomulco, pero antes de siquiera llegar a su destino se quedó atascado en el lodo. Ahí permaneció sin ley, sin supervisión y sin jurisdicción de nadie hasta que los vecinos de la zona ya no pudieron tolerar el olor a muerte.

Cuando las puertas de la caja del tráiler fueron abiertas, la multitud congregada retrocedió ante la visión de los casi trescientos cadáveres amontonados como pilas de basura, descomponiéndose en fluidos corporales y ríos de sangre, privados de toda ley, justicia y humanidad. A raíz de la indignación popular, el repudio de la sociedad y los medios de comunicación, Luis Octavio Cotero Bernal, director del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, y Raúl Sánchez Jiménez, Fiscal General de Jalisco, fueron retirados de sus cargos en uno de los sucesos más infames de la historia reciente de Guadalajara.

El amor entre los muertos 

ESPECIAL

Una joven solitaria ingresa al Panteón de Mezquitán. Es una muchacha del mediodía, una mujer como cualquier otra que no despertó el interés de nadie, y cuya presencia bastaba para suponer que visitaba a una madre añorada, para dejar flores nuevas en la tumba de un hermano, o para llorarle lágrimas pendientes un pariente que se marchó hacia mucho tiempo. Era la primavera del 2017, y los árboles de Mezquitán añoraban en sus retoños las canículas de marzo. Pero lo cierto es que aquella joven de ningún lugar tenía como propósito visitar la tumba de un novio a quien la vida le arrebató demasiado pronto. Lo que no esperó nunca es que, al llegar a la cripta, hubiera ya un joven sentado sobre la misma, como una casualidad más allá de la razón, y que de algún modo terrible tenía un parecido inexplicable con su amor perdido. Ella se lo hace saber. Su conversación es rápida, precisa, sin contratiempos, y quizás el recuerdo del romance lejano es lo que la motiva a sugerirle a él que "hagan algo". Él no parece comprender; entonces ella lo saca de sus dudas con una caricia estremecedora. 

-Pero no manches, estamos en el panteón -dice él, con una duda demasiado sonriente para ser legítima.

Su reticencia se desvanece en el momento en el que la muchacha del mediodía se le pone enfrente. Hacen el amor: un amor crudo, inmediato y sin consecuencias entre las criptas, los mausoleos y las tumbas bañadas de hojas de Mezquitán. El video pornográfico se viralizó de tal modo en redes, noticieros y periódicos, que incluso llegó al albedrío escurridizo de las autoridades. Héctor Padilla, director de Comunicación Institucional de Guadalajara, declaró que se realizaría una investigación pertinente, mientras que el entonces alcalde -después gobernador y que al día de hoy nos rige-, aseguró que los responsables de aquel acto profanatorio serían castigados.

ESPECIAL

Janeth Rubio, la protagonista de la primavera devastadora de aquella película, negó que el escenario de sus amoríos fuera el Panteón de Mezquitán, argumento que bastó para desorientar las indagaciones de las autoridades. Lo cierto es que nunca hubo repercusiones legales, y aquel amor clandestino entre los muertos quedó eternizado en los vericuetos del internet, para la desdicha de algunos, la gloria de otros, y como una de las tantas anécdotas inexplicables que sucedieron, acontecen y ocurrirán para siempre en Guadalajara. 

Con información de Universidad de Guadalajara y Gobierno de Jalisco

FS

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