Lunes, 15 de Diciembre 2025

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Sin manual de usuario

Por: Miguel Anaya Miguel Anaya

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Hubo un tiempo en que el mundo parecía tener instrucciones. No eran del todo justas ni particularmente éticas, pero al menos existían. Había bloques definidos, aliados reconocibles, enemigos declarados y una narrativa más o menos coherente sobre el rumbo a seguir. Hoy, en cambio, el llamado nuevo orden mundial se asemeja a una sala de espera sin recepcionista: todos están presentes, nadie sabe quién sigue y cada cual defiende su lugar con el codo.

Estados Unidos ya no gobierna el mundo en solitario, pero tampoco está dispuesto a perder la hegemonía. Su peso económico sigue siendo enorme —representa cerca del 25% del PIB global—, pero su capacidad para imponer reglas se diluye poco a poco. Oscila entre el liderazgo moral de un sistema que proclama y el proteccionismo que practica. China, en cambio, no busca conquistar territorios con ejércitos, sino con mercados, infraestructura y cadenas de suministro. Hoy concentra alrededor del 30% de la manufactura mundial, una cifra impensable hace apenas cuatro décadas. Ejerce poder sin necesidad de discursos épicos: presta, construye, vende y espera.

Rusia insiste en demostrar que aún cuenta, aunque el precio sea convertir la nostalgia en guerra permanente. Europa reflexiona, regula y emite comunicados impecables, con la esperanza —cada vez más tenue— de que alguien los lea.

La gran promesa de la globalización fue simple y seductora: comercio libre, fronteras porosas, prosperidad compartida. El resultado ha sido incómodo. Hoy hablamos de guerras comerciales, nearshoring, aranceles patrióticos y cadenas productivas que se mudan según el humor geopolítico del mes. El libre mercado sigue siendo un dogma, siempre y cuando beneficie a quien lo predica. La globalización no murió; se volvió selectiva.

Las democracias, mientras tanto, atraviesan una crisis de prestigio más que de existencia. Los ciudadanos siguen votando, pero los que gobiernan tienen poca credibilidad; los líderes debaten mucho y deciden tarde ante un mundo que cambia vertiginosamente. La política se ha vuelto reactiva, diseñada para sobrevivir al siguiente titular y no para ordenar el presente o planear el futuro. En ese vacío prosperan personajes autoritarios que ofrecen certezas simples para problemas complejos y soluciones inmediatas para sociedades impacientes. No prometen justicia, prometen un mínimo de estabilidad. Y eso, en tiempos de constante ajetreo, suele bastar.

En este desorden global, América Latina regresa a su papel histórico: el de región importante solo cuando estorba o conviene. Se le exige orden, pero se le ofrece incertidumbre; se le pide alineamiento, pero se le niega protagonismo. Países como México caminan sobre una cuerda floja cada vez más delgada: socios económicos de Estados Unidos, observadores prudentes de China y defensores retóricos de una soberanía que pesa cada vez menos frente a una interdependencia económica que no da margen para empoderamiento patrióticos.

Ese es el verdadero nuevo orden mundial: uno caótico, sin árbitro y sin paciencia. Un sistema sostenido por inercias, miedos compartidos y acuerdos frágiles. No es un mundo peor que otros, pero sí uno más cansado. Y en él, la mayor aspiración ya no es el progreso, sino la confianza mínima: no avanzar demasiado, no retroceder del todo. Sobrevivir mientras se resuelven poco a poco las adversidades. 

¿Qué hacer ante este mundo? Dejar las espectacularidades, para empezar. Desconfiar de quienes prometen crecimientos mágicos y de quienes venden más caos, más polarización, más sectorización como virtud. Empezar 2026 implicará, más que entusiasmo, método: informarse mejor, exigir menos show y más resultados, recordar que la política no está para emocionarnos, sino para funcionar. En un planeta fatigado de grandes relatos, quizá la rebeldía más sensata sea la sobriedad: pensar antes de alinearse, dudar antes de aplaudir y no confundir ruido con cambio. No es mucho, pero en estos tiempos, actuar con criterio ya roza la lucidez.

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