Como debe ser en un gran juego de pelota, el definitorio tuvo de todo: grandes lances defensivos, muestras de poderío ofensivo, facetas claras de excelencia en el pitcheo, estrategia, errores y hasta la inevitable cuota de fortuna, sin dejar de lado las cábalas que siempre acompañan al béisbol, ese deporte en el que las supersticiones parecen tener tanto peso como el talento mismo.Fue una edición trepidante de esta Serie Mundial: intensa, dramática, altamente competitiva y plena de emociones. Una batalla que recordó por qué el beisbol es más que un juego: es una manifestación de carácter, temple y pasión. Desde el primer lanzamiento hasta el último out, ambos equipos honraron al diamante con un espectáculo de primer nivel, colmado de talento, entrega y respeto por el deporte.Ambas novenas merecían el triunfo. Los dos primeros juegos, con una victoria para cada conjunto, proyectaron la paridad del duelo y el dominio alternado de los contendientes. El tercero fue una joya de resistencia y calidad: una batalla de voluntades que se extendió hasta la decimoctava entrada, cuando un poderoso tablazo que superó la barda rompió el empate y dio el triunfo a los californianos. Fue un partido que quedará grabado en la memoria colectiva de los aficionados, una muestra de la magia que solo el beisbol puede ofrecer.Pero el pulso de la serie cambió pronto. Los Azulejos de Toronto, en un despliegue de fuerza y precisión, dominaron los juegos cuarto y quinto con autoridad, imponiéndose en terreno ajeno y perfilándose con amplia posibilidad de conquistar la gloria al volver a casa con ventaja y el impulso anímico de una ciudad que respiraba esperanza. Todo indicaba que el sexto juego, arropados por su fervorosa fanaticada, sería el del triunfo definitivo.Sin embargo, el espíritu combativo de los Dodgers, ese que ha forjado su identidad a lo largo de décadas, emergió con vigor. La tropa albiazul angelina mostró orgullo, talento y garra, apropiándose inesperadamente del éxito en el sexto encuentro para forzar la decisión hasta el séptimo y definitivo, el más esperado de todos: ese que separa la historia de la anécdota.Y así llegamos al gran duelo final, el que no solo define campeones sino que construye leyendas. El arranque fue trastabillante para los angelinos, lo que generó expectativas favorables para los canadienses. Toronto se adelantó, mostró solidez y parecía encaminado al título. Pero los Dodgers no bajaron los brazos: apelaron al corazón, a la experiencia y al amor propio. En las últimas entradas vino el repunte, ese despertar que solo los grandes equipos consiguen cuando el reloj parece agotarse.Con batazos oportunos y una defensa impecable, los californianos empataron el marcador y empujaron la resolución a episodios extras, donde la tensión era casi palpable. En esos momentos, el béisbol se convierte en una prueba de nervios, donde cada lanzamiento puede decidir el destino de una temporada entera. Tanto Dodgers como Blue Jays tuvieron oportunidad de alzarse con la victoria: ambos contaron con corredores en posición de anotar, jugadas cerradas y decisiones estratégicas que pusieron a prueba la sangre fría de sus mánagers.Y cuando parecía que la moneda seguiría girando, llegó ese instante sublime que cambia el curso de la historia: un sólido y afortunado bambinazo, un golpe certero que surcó el aire nocturno con majestuosidad hasta perderse tras la barda, sellando la diferencia definitiva en la pizarra durante la alta de la undécima entrada. En el cierre, un doble play ejecutado con precisión quirúrgica por Betts y Freeman sentenció el Clásico de Otoño, desatando la euforia angelina y echando por la borda el sueño canadiense, que se desvaneció entre la incredulidad y el aplauso respetuoso de quienes reconocieron haber sido parte de una gesta inolvidable.