Jueves, 25 de Abril 2024

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Una mitad más grande que otra

Por: Paty Blue

Una mitad más grande que otra

Una mitad más grande que otra

Verlo para creerlo, tan viejas y tan perruchas, como escuché desde la infancia referirse a la gente peleonera. Y no es que sea yo una jovenzuela mucho menor que aquel par de cacatúas tan madrugadoras como belicosas, pero creo que al menos tengo la decencia de seguir conservando el pudor que me impide exhibir mis raquitismos temperamentales, a plena luz y con audiencia estupefacta incluida.

Atestiguar la zacapela protagonizada por dos septuagenarias fue, como luego dicen, de pena ajena, no solo porque una de ellas en cuanto apenas alcanzó a cachar la dentadura que se le botó durante la acalorada discusión, sino porque el motivo del desaguisado que terminó en empujones y amenazas varias no pudo haber sido más insustancial y baladí que una pieza entre la veintena de sandías apiladas en un rincón de la verdulería más visitada del barrio.

Con su habitual solicitud, la despachadora se aprestó a cargar el ejemplar de vistoso tamaño, cuando una de las compradoras solicitó que se la “calaran”, para decidir sobre la conveniencia de adquirirla. Después de todo, como dicen los chavos de ora, no está padre eso de arriesgarse a cierta edad a cargar hasta la casa una sandía desabrida, y nada satisface más que la cortesía que algunos comerciantes dispensan, para que el cliente decida la compra a su entera satisfacción. Por otro lado, tan considerada moción que no aplica en los supermercados, solo se consigue con los marchantes que nos distinguen con su trato personalizado y se extiende a que uno pueda adquirir solo la fracción requerida de, digamos, papaya, piña, col, tallos de apio, mezcla de lechugas y diversos vegetales que no vuelven obligatoria su adquisición por manojo.

La cosa es que, volviendo al caso de las damiselas en disputa, resultó que ambas depositaron la vista a un tiempo sobre el jugoso segmento que la vendedora acababa de partir, y no sé si sería el gélido viento del naciente otoño que tanto escozor provoca a las ancianas, o el derecho de preferencia que creyó tener la primera sobre la segunda, toda vez que fue ella quien la ordenó y expresó que quería la “mitad más grande” (¿qué porción de un entero es ésa?), cuando su inopinada contrincante ya le había puesto la mano encima. Miradas que matan y ardientes pupilas se entrecruzaron y las extremidades de ambas buscaron aprisionar lo que ya consideraban su respectiva posesión, dejando en libertad sendas lenguas para que se explayaran y dejaran en evidencia su mutuo irrespeto y deslustrada educación.

Cual si se tratara de la intervención del pacificador mayor, y como un acto que se antojó de justicia divina, en el jaleo la fruta de la discordia tomó su propio camino con rumbo al suelo, sobre el que azotó y desparramó algo así como siete porciones que hicieron las delicias del famélico can vegetariano que atinó a pasar por ahí y que acabó siendo el único que no pagó por el desaguisado que, el espontáneo concilio que nos aventamos semejante round, coincidimos sin que nadie requiriera nuestra opinión, en que el par de rijosas desvergonzadas debían cubrir el costo que la empleada no podría ni debía amortizar. Eso sí, a partes iguales, sin una mitad más grande que otra.

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