Viernes, 26 de Abril 2024

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Una fábula edificante y la diputada trans

Por: Jonathan Lomelí

Una fábula edificante y la diputada trans

Una fábula edificante y la diputada trans

Siempre bromeo y digo que mi carrera profesional ha sido un accidente en donde sólo he tenido una cosa clara: alejarme de la docencia. No tengo vocación magisterial, el aula me martiriza y mi vida ha sido una lucha para no terminar allí después de estudiar (aún no entiendo con qué objeto) Letras Hispánicas.

La única vez que intenté seriamente la docencia terminé como alumno. Recién había egresado de Letras y estaba desempleado (perdón por el pleonasmo). Por eso acepté cuando Monique, una antropóloga social holandesa, me pidió clases de español con una pronunciación perfecta.

No entiendo qué más puedo enseñarle, pensé. Sin embargo compré un libro de Español Avanzado que me costó casi la mitad del pago por las primeras dos horas-clase.

Dejando de lado cierta peculiaridad de mi alumna, que resumiré con unas cuantas pinceladas de piel blanquísima y cabello rubio rojizo, puse manos a la obra y pasé toda la mañana aplicado en el estudio de libros de gramática y estrategias de enseñanza. Nada me impidió concentrarme, pues era mayor mi preocupación por hacer un buen trabajo.

Como ejercicio práctico revisamos un ensayo escrito por Monique sobre la desigualdad en Guadalajara. Denunciaba la violencia estructural que divide a pobres y ricos, se indignaba con los rincones de indigencia en la ciudad, se conmovía con el gesto inválido del pequeño que alargaba la mano en el crucero por una moneda. Todo en un español diáfano, rico en sintaxis, verbos reflexivos, pronombres, voz pasiva, preposiciones, en fin.

La clase fue un éxito. Al final me sentí muy satisfecho. Ella aprendió y yo le enseñé. Al cobrarle las dos horas-clase, le expliqué que le haría un descuento por solidaridad revolucionaria. Serían sólo 160 en vez de 200 pesos como me había aconsejado un amigo, profesor de español, pero Monique protestó de inmediato. Pensé que bromeaba. Eso cobro, reiteré sonriendo. En cualquier otro lugar pagas 20 dólares por una hora, agregué. No soy rica, ustedes piensan que los que venimos a su país “traímos” mucho dinero, me reprochó. En cualquier escenario, pensé, ese dinero es una bicoca para su avariento poder adquisitivo en euros.

Al final Monique se impuso: me pagó sólo 100 pesos por dos horas-clase y yo compré un libro en 89 pesos para ofrecerle una lección de calidad. En realidad esa lección, por mucho menos, me la dio ella.

Se preguntarán, ¿y qué tiene que ver todo esto con la primera diputada trans en la Cámara Baja, María Clemente García Moreno, quien publicó en sus redes un video pornográfico y la oposición pide su renuncia? Todo y nada.

La legisladora se autoproclama “orgullosamente” militante de Morena, mujer trans, pobre, prieta, india, prostituta y una persona que vive con VIH. Con esos rasgos, salta una lista de apetitosos prejuicios para imputarle. También asunciones, pero en sentido positivo, me surgieron sobre la cuestionable calidad humana ante una antropóloga social europea, blanca y trilingüe.

La diputada trans votó a favor de la militarización, apoya a Ebrard y ha promovido una decena de iniciativas pendientes de aprobarse sobre discriminación, educación ambiental, juicios políticos y el dinero para partidos políticos. Eso me dice más de su labor legislativa que cualquiera de las etiquetas que le cuelgan y que ella adopta con ironía.

Y aquí va la moraleja. Etiquetar a las personas nos conduce a conclusiones decepcionantes, equivocadas y peligrosas, luego llamadas conservadurismo, doble moral y hasta fascismo. Esa es una moda muy “siglo pasado” que vive su auge en las redes socio digitales.

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