Jueves, 28 de Marzo 2024

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Tú te inclinaste hasta sus ojos recién abiertos

Por: Martín Casillas de Alba

Tú te inclinaste hasta sus ojos recién abiertos

Tú te inclinaste hasta sus ojos recién abiertos

He vuelto a Rilke emocionado como si regresara al mar, a esa playa que tanto he gozado, ávido de echarme un clavado entre las olas para despertar, ahora que soy testigo de varios eventos.

Fueron tres los disparadores que me hicieron volver a leer las Elegías de Duino de Rilke: el nacimiento de Adele, la lectura del capítulo catorce del Ulises de Joyce, sobre el nacimiento del hombre y la palabra en un parto imaginado por este autor para que naciera la criatura mientras lo estábamos leyendo y el libro de Lesley Chamberlain, The Last Inward Man (Pushkin Press, 2022), sobre la vida y obra de Rilke.

Sus poemas -dice Lesley- tienen que ver con el género y la sexualidad, con lo que deberíamos hacer en la vida, con la posibilidad de la existencia de los ángeles -entre los vivos o los muertos-, con el reino de los animales; con la importancia de la infancia; con los paisajes que nos sorprenden, los libros que leemos, con la música y la pintura que admiramos. No hay objeto bajo la mirada de Rilke que no sea transformado para que forme parte de ese universo que ha creado, en donde nos sentimos protegidos.

Si su forma de ser y su vida dejó mucho que desear, no hay que permitir que eso contagie su obra. De su vida hay mucho que lamentar, pero hay que hacerla a un lado para que no afecte todo lo que hemos logrado con su poesía: si el costo de su vida fue alto, su poesía no tiene precio. Rilke habita poéticamente tanto las alturas como la tierra firme y sólida; su trabajo es a la vez angelical y mundano. Ein Gott vermag (Un dios puede), sí; pero también lo puede el hombre -dice Lesley. 

Ocho años trabajó Juan Rulfo con las Elegías de Duino, ocho años leyendo las diez elegías una y otra vez, comparando las traducciones al español que estaban disponibles hasta lograr la propia que ha publicado Sexto Piso, con la que entendemos mejor lo que quiso decir el poeta.

Pendientes como estábamos la semana pasada del nacimiento de Adele, me puse a leer la Tercera Elegía en medio de una encantadora quietud para volver a disfrutar lo que expone el poeta una vez que salimos del vientre materno y empezamos a respirar -aunque nos duela-, y sentimos hambre, sin saber qué es, y nos da frío, nunca antes sufrido y, por todo esto, nos angustiamos al tiempo que nos consolamos, gracias a la cercanía de la madre, al calor de su cuerpo, el sonido de su voz y sus ojos, próximos a los nuestros. 

Transcribo una parte de esa Elegía como me imagino que Rulfo lo hizo con las diez de Duino: primero a mano, luego a máquina y una vez corregido, otra vez a máquina, regodeándose listo para escribir Pedro Páramo años después.

“Madre, eres tú quien lo hiciste, pequeño, de tu ser, eres tú quien, en sus comienzos lo formaste; era un ser nuevo para ti; tú te inclinaste hasta sus ojos recién abiertos, (tal como dicen los expertos que nos vemos por primera vez reflejados en los ojos de la madre), para ser amable, apartándole del extraño. ¡Qué lejos, ay, aquellos años en que tú, para defenderle, le ocultabas el caos ondulante con tu esbelta figura! ¡Cuántas cosas lograste así ocultarle!”

Más adelante en la Novena Elegía, nos recuerda que sólo vivimos “una vez y no más; sólo una vez y nunca más. Pero, este haber estado una vez, aunque sólo haya sido una vez, el haber tenido una existencia terrenal no parece que pueda revocarse.” 

Qué fortuna poder leer y meditar en medio de la quietud esto que dice Rilke que resulta bueno para el cuerpo como para el alma fundida con el primero, si nos damos cuenta que, efectivamente, cuando nacemos hemos sido expulsados del paraíso y, como dice Rilke, resulta imposible negar la vida terrenal una vez que hemos nacido.

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