Viernes, 26 de Abril 2024

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Sociología coronaria

Por: Rosa Montero

Sociología coronaria

Sociología coronaria

Falta una enormidad para aprender a cuidar de verdad el bien común, para ser socialmente respetuosos

Me gusta mucho la gente; digamos que soy lo contrario de un misántropo. Me interesan las personas, me emociono fácilmente con ellas, me intriga el pequeño enigma que alberga cada cual, nuestra peculiar manera de estar en el mundo. Porque hay dos afirmaciones que, pese a ser opuestas, son las dos verdaderas, a saber: todos los humanos nos parecemos y todos los humanos somos distintos. Y a mí me regocija encontrar tanto las semejanzas como las diferencias. Así que me paso el día observando a los demás.

La pandemia, cómo no, ha ofrecido bastantes oportunidades para curiosear en la manera de ser de los individuos. Para hacer una especie de sociología barata. Por ejemplo, he descubierto, en el aplauso, un par de vecinos algo lejanos que tienen todo el día las persianas de su casa bajadas, dejando tan sólo un pequeño resquicio en la zona inferior, por donde sacan las manos para aplaudir, como cautivos. Tal vez hayan estado enfermos con el virus, me digo, y quieren extremar las precauciones para no soltar un reguero de microgotas ventana abajo. Pero no parece muy probable, porque llevan dos meses haciendo lo mismo y no levantan las persianas a ninguna hora del día. Así que tal vez sea una cuestión de hipocondría y de miedo, miedo a que entre el bicho por la ventana (nada que objetar: cada cual es muy libre de buscar la manera en la que se siente más protegido).

Peor son aquellos que van por la calle como si no pasara nada; los que te respiran en el cogote sin mascarilla cuando estás en el supermercado y manosean los productos para dejarlos después en las baldas. Hay borricos así de toda especie, sexo, edad y condición, pero en este arbitrario estudio coronario que estoy haciendo yo diría que predominan los jóvenes. Lo cual, por otra parte, sería lógico, porque a los 20 años la muerte no existe, ni siquiera en mitad de esta tragedia. A esa edad es mucho más difícil que te quepa en la cabeza que puede pasarte algo.

Luego están los abuelos maravillosos. Al sacar a mis perras por la mañana coincido con la franja horaria de los mayores, y el primer día que les autorizaron a salir fue memorable. Las aceras estaban atiborradas de hombres y mujeres veteranos, todos ellos con mascarilla, aunque, eso sí, unos cuantos la llevaran por debajo de la nariz y sin estirar (tal vez no supieran que hay que desplegarlas). Me enterneció especialmente un matrimonio de octogenarios que iban agarraditos del brazo, bien apuntalados el uno con el otro, pero que, cuando se sentaron en un banco al sol, se instalaron cada uno en una punta, lo más lejos posible la una del otro, bajo la enérgica dirección de la mujer, que sin duda había escuchado lo de la distancia higiénica: “¡Vete más para allá, más para allá!”. También vi un par de septuagenarios recientes, dos hombres juveniles y de buen ver, corriendo en plan deportivo, resoplando como marsopas y claramente mortificados por tener que salir con los abuelos (dentro de muy poco seré igual que ellos). Las franjas de edad son matadoras.

Pero lo más matador es lo siguiente: muy cerca de mi casa, la acera se ensancha con un parterre de césped y árboles, y es ahí adonde llevo a mis perras. Durante el mes y pico de confinamiento, esa pequeña isla de verdor ha estado limpísima. Pero a la mañana siguiente del primer día que dejaron salir a los niños menores de 14 años, la zona parecía un basurero. Pañuelos de papel sucios, guantes de goma, mascarillas, cubiletes de flanes o de helados, bolsas vacías de patatas fritas, plásticos variados en diversos estados de desgarro.

Sólo eché en falta un buen pañal sucio para completar la gorrinada. Y ya ven, no cabía el consuelo de pensar: es cosa de unos cuantos adolescentes, que todavía no les ha madurado del todo el cerebro.

No. Fue tras la salida de los niños con sus padres, lo que indica la estupenda enseñanza, el formidable ejemplo que algunos de esos padres dan a sus hijos. No quiero desesperarme: sé que este país ha mejorado mucho en civilidad en los últimos años. Pero aún nos falta una enormidad para aprender a cuidar de verdad el bien común, para ser socialmente respetuosos. Para dejar de ser tan guarros, maldita sea. Hay gente que te pone muy difícil lo de seguir queriéndola.

© ROSA MONTERO/ EDICIONES EL PAÍS S.L 2020
 

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