La reforma electoral propuesta por Claudia Sheinbaum Pardo ha colocado al sistema democrático mexicano en la sala de operaciones. La magnitud de lo que está en juego es evidente: reducción del financiamiento a partidos, simplificación y recentralización de la estructura electoral, facilidades para el voto en el extranjero, elección directa de consejeros del INE, agilización de consultas y revocaciones de mandato, así como requisitos más felixibles para la creación de nuevos partidos y candidaturas independientes.En la narrativa oficial, la apuesta se construye sobre dos pilares: austeridad como virtud republicana y legitimidad popular como antídoto a la desconfianza. El oficialismo defiende que recortar gastos, eliminar duplicidades y abrir la competición a nuevos actores reforzará la cercanía entre ciudadanía y autoridades. La elección directa de consejeros -aseguran-, devolvería “el control” a la gente y erradicaría sospechas de negociaciones entre élites.Pero la oposición lee otro libreto. Advierte que eliminar o reducir los plurinominales sería un golpe al pluralismo y a la representación de las minorías; que la elección popular de consejeros podría politizar al árbitro electoral; y que la recentralización de funciones electorales reduciría contrapesos y autonomía de los institutos locales. Ven con suspicacia un proceso de consulta que podría ser más una vitrina de legitimación que un ejercicio de deliberación real. Y advierten que la austeridad, sin salvaguardas, puede convertirse en un caballo de Troya para concentrar el poder.La historia mexicana tiene memoria selectiva pero persistente: la representación proporcional llegó en 1977 como remedio contra un Congreso monocolor, y las tentaciones de recortarla han aparecido siempre bajo gobiernos con mayorías abultadas. Las reformas que realmente expandieron la democracia -las que acabaron con el dedazo, fortalecieron al árbitro y abrieron el juego electoral- no se hicieron sobre la ventaja parlamentaria, sino sobre la necesidad de consensos amplios.Hoy, el choque es entre dos marcos conceptuales claros. Uno, austeridad y eficiencia: adelgazar el sistema, reducir costos y simplificar reglas en nombre de la eficacia. Otro, pluralidad y autonomía institucional: mantener un diseño que, aunque más costoso y complejo, preserve la diversidad política y los contrapesos frente al poder central.El dilema no es meramente técnico; es existencial. ¿Queremos una democracia más esbelta (flaca, casi dietética), centralizada y “a prueba de gastos” o una más plural, a veces caótica, diversa e incómoda para quien gobierne? En política, como en arquitectura, quitar demasiados muros puede dejar el edificio expuesto. Y cuando el viento cambie -porque siempre cambia-, tal vez descubramos que en nombre de la eficiencia vendimos barato los cimientos que nos sostenían. La encrucijada no es nueva, pero sus consecuencias sí pueden serlo.@DelToroIsmael_