Viernes, 26 de Abril 2024

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Nuestra desastrada ciudad

Por: José M. Murià

Nuestra desastrada ciudad

Nuestra desastrada ciudad

¿De quiénes ha sido la culpa? Supongo que, unos más unos menos, ninguno de los tapatíos está libre de ella. Pero el caso es que no iba mal el desarrollo de nuestra ciudad hasta que comenzó la década de los años setenta y cada quien “jaló para su santo” con muy poco orden y concierto.

Se han hecho, sí, diversos planes de desarrollo. Podemos suponer que con conocimiento de causa y eficiencia, pero el caso es que en muy diversos particulares, una buena dosis de autoridades y especialmente los mal llamados “desarrolladores” los han convertido en letra muerta.

La voracidad que se alimentó con la plusvalía, el ansia de tener casita propia a costa de irse a vivir “donde el aire da vuelta” y “endrogarse” de por vida, y muy especialmente el deseo de convertir los núcleos habitacionales en una suerte de unidades independientes aisladas del contexto urbano o, más bien, comunicados con él por solamente una o dos vías a efecto de vivir en los llamados “cotos” sin que nos perturbe la circulación, ha hecho estragos en el tejido social y vial, con el consecuente deterioro de las relaciones humanas.

Arterias inconexas, una red ortogonal completamente fallida por obra y gracia de los urbanizadores, el pésimo y voraz transporte público, y muchas cosas más, han dado lugar a que, como se dice, el destino nos haya alcanzado.

Es cierto, que no todos los pecados son locales. Podemos abonar también la política nacional, bien cimentada desde los años setenta, de favorecer la adquisición y el uso de los vehículos con motor de combustión interna y la falta de inversiones en el beneficio colectivo.

Vale reconocer que además el sistema educativo, especialmente el privado, ha contribuido a promover el individualismo que ha hecho del ciudadano el principal enemigo del ciudadano. Los viejos ligados a la enseñanza oficial podemos recordar todavía la insistencia en que los alumnos debían desarrollarse comprometidos con el beneficio colectivo y no esta idea de “forjar líderes” que se impongan sobre los demás.

El buen ciudadano, alimentado por la Iglesia católica, contrariamente a los principios de su religión, es ahora aquel que logra avasallar a los demás. El respeto al derecho ajeno es alieno a la feligresía tan personalista. No esperemos entonces que haya paz y concordia.

En fin, el tejido social se ha deshilachado gracias a un egoísmo desbocado y no hemos encontrado otra solución que la de encerrarnos lo más posible en los particulares bastiones y habernos olvidado hasta de sonreírle al vecino, cuando de casualidad nos topamos con él, y ni siquiera desearle los buenos días.

Todos tenemos, pues, la culpa, pero mucho más quienes tienen más influencia civil o religiosa en la ciudadanía.

(jm@pgc-sa.com)

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