Jueves, 28 de Marzo 2024

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Las patas, alas y ojos del enemigo

Por: Antonio Ortuño

Las patas, alas y ojos del enemigo

Las patas, alas y ojos del enemigo

Uno de los recuerdos de infancia que más me atosigan, de cuando en cuando, es el de una tarde en la que los amigos de la cuadra (debíamos tener todos alrededor de los diez años) salimos a buscar insectos por baldíos, árboles, parques y servidumbres de hierba. Los ejemplares capturados fueron metidos en frascos y enfrentados en una especie de coliseo. Ya no recuerdo qué pasó (probablemente nos aburrimos de que se comieran entre ellos) pero sí que tengo, treinta años después, una sensación muy desagradable sobre el proceso entero. Nunca me agradaron los bichos y esa tarde contribuyó decisivamente a mi repulsión.

Nuestra relación con los insectos, como especie, no es buena y será difícil que mejore. Conozco muchas personas que se conmueven mucho más por la fortuna de animales que por la de sus propios compañeros de especie pero no conozco a nadie, a decir verdad, que se oponga a que los niños o quien sea recurra a un pisotón cuando se topan con un ciempiés. Las excepciones son escasas. Los grillos, quizá, que nos simpatizan, en general. Lamentamos ver uno muerto y a veces hasta somos capaces de tomarnos un segundo para librarlos de las hormigas. Hay algunos aficionados a las mariposas, pero la mayoría de ellos, me temo, lo que hace es clavarlas en un cartoncito (los demás se limitan a mirarlas a la distancia). Fuera de eso, la verdad, los buenos comentarios que he llegado a escuchar sobre insectos se refieren todos a sus potenciales capacidades para ser devorados. Hay quien ha comido gusanos, hormigas o chapulines en forma de taco y lo defiende. Y quien se dice dispuesto a intentarlo. Pero eso no es, que digamos, un amor desmedido por los insectos. A menos que nos parezca que el amor incluya comerse al objeto de nuestras simpatías.

No: odiamos a las moscas y a los mosquitos. Tememos y a la vez detestamos a las cucarachas. Nos dan asco los gusanos. Las campamochas nos asustan (esto es absolutamente injustificado, pero parece que a muchos les aterra que sean una especie en que las hembras se comen a los machos) y las arañas llegan a aterrarnos (esto es más comprensible, porque algunas son venenosas y hasta letales, aunque sean una minoría). A los alacranes los queremos aplastar apenas los reconocemos en un rincón. Lo cierto es que preferiríamos que no hubiera bichos o no verlos jamás y por eso nos rodeamos de insecticidas en aerosol, en polvo o en forma de descargas eléctricas. Cuando alguien nos explica que gracias a los bichos el mundo no se pudre, porque se comen buena parte de los desechos orgánicos, y postula que es probable que tengamos que recurrir a ellos como alimento en el futuro, porque los hay por millones y están llenos de proteínas, decimos para nuestros adentros: “Cuestión que no me importa” y “Ojalá no viva yo para verlo”.

Martín Lutero, el padre de la Reforma, llegó a postular que las moscas eran engendros de Satán empeñados en distraerlo. Por su lado, el gran Antonio Machado, es verdad, les dedicó a esos dípteros un poema bastante simpático, pero no dejó de reconocer el esencial conflicto de vivir en su vecindad. Cualquiera de nosotros pagaría una cantidad mensual a quien nos garantizara que no tendremos un solo mosquito en casa (un servidor se pasó el verano achicharrándolos con una raqueta adquirida en un semáforo y debe aceptar que pocas veces es tan feliz como cuando escucha el pequeño crujido eléctrico de un mosco siendo aniquilado).

Total, que nadie se queda indiferente cuando escucha un zumbido. Nuestra guerra con los bichos, parece, será perpetua.

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