El ruido se acabó.Era julio de 2018. Recordaba perfectamente la fecha porque como periodista estaba cubriendo una manifestación en el Centro cuando los trabajadores levantaron las primeras piedras de Alcalde. Los automovilistas maldecían. Los comerciantes protestaban. Nadie entendía.—Van a matar el Centro —me dijo un vendedor de periódicos.Mentía sin saberlo.Durante cuatro meses viví la transformación. Cada sábado por la mañana caminaba desde Los Dos Templos hasta la Plaza de Armas. Era mi rutina. Mi termómetro para entender a Guadalajara. Lo que vi fue una cirugía urbana a corazón abierto.Primero vinieron las excavadoras. Después los obreros con cascos amarillos. El asfalto desapareció. Aparecieron las piedras. Grises. Nuevas. Perfectamente alineadas.Los automovilistas desviaron sus rutas. Encontraron otros caminos. La ciudad se adaptó. Como siempre. Sin quejarse demasiado.Pero el verdadero milagro pasó desapercibido para la mayoría.Un domingo de octubre regresé al Centro. La obra estaba terminada. Caminé por donde antes corrían autobuses y taxis. Silencio. Solo pasos sobre piedra. Conversaciones. Risas de niños. El eco de los tacones de las mujeres que iban a misa.Me detuve frente a la Catedral. La observé con ojos nuevos.Por primera vez en décadas, el templo tenía lo que siempre debió tener: dignidad. Espacio. Respeto. Los autos ya no lo rodeaban como fieras sedientas. Ya no competían con las campanas. La Plaza Guadalajara se había convertido en lo que los arquitectos llaman un atrio. Lo que cualquier persona normal llamaría justicia.—Ahora sí parece Catedral —dijo una mujer mayor que caminaba con su nieta.Tenía razón. Durante siglos, este edificio había sido el corazón religioso de Guadalajara. Pero estaba ahogado. Rodeado. Sin aire para respirar. Como un santo en una caja demasiado pequeña.Recordé las historias que había investigado sobre esta plaza. En 1617 aquí estaba la Caja Real. Después vino el Banco de Londres y México. Más tarde el Cine Lux, el más elegante de la ciudad. En 1955 construyeron la fuente para celebrar los 400 años de Guadalajara. Todo demolido. Todo reconstruido. La ciudad reinventándose una vez más.Pero esta transformación era diferente. No habían destruido para construir algo nuevo. Habían quitado lo que sobraba para revelar lo que siempre estuvo ahí: la vocación peatonal del Centro Histórico.Caminé hasta la esquina de Morelos y Pedro Loza. Una pareja se tomaba fotos donde antes se estacionaban los autos. Un músico tocaba guitarra donde antes rugían los motores. Niños corrían donde antes ningún padre se habría atrevido a dejarlos jugar.La ciudad había recuperado algo que no sabía que había perdido: la posibilidad de caminarla sin prisa. De día o de noche. Sin miedo. Sin ruido.Al atardecer, las luces comenzaron a encenderse. La cantera reflejaba las lámparas. La fuente brillaba. La Catedral se alzaba majestuosa sobre su nueva plaza. Todo conectado. Todo en paz. Todo como debía ser.Esa noche escribí en mi libreta: “Guadalajara acaba de recordar que antes que ciudad de autos, fue ciudad de gente que camina.”Han pasado años desde entonces. El Centro se llenó de vida nueva. Cafeterías. Restaurantes. Oficinas. Gente joven que descubrió que vivir en el corazón de la ciudad no era una condena sino un privilegio.La Gran Guadalajara había entendido algo fundamental: algunas transformaciones no se miden en lo que se construye, sino en lo que se devuelve. Le devolvió al Centro su silencio. Le devolvió a la Catedral su señorío. Les devolvió a los tapatíos la posibilidad de caminar su ciudad como sus abuelos la caminaron.Una lección urbana perfecta escrita en piedra gris.