En el mundo del deporte profesional, donde convergen la emoción de la competencia, la pasión de los aficionados y la millonaria industria que lo sostiene, la certeza jurídica y la transparencia en las decisiones arbitrales deberían ser una norma insoslayable. Sin embargo, en el beisbol -ese deporte de tiempos largos, estrategias densas y reglas complejas- sigue existiendo una zona gris que pone en entredicho la imparcialidad y el sentido común: las expulsiones decididas por los umpires.La figura del umpire, esencial en el desarrollo del juego, se ha convertido en muchas ocasiones en actor protagónico no por su eficacia al aplicar el reglamento, sino por el uso -y abuso- de su discrecionalidad para sancionar, particularmente al momento de expulsar jugadores, managers o incluso personal técnico del campo. La historia de la pelota profesional está llena de episodios en los que la decisión de un umpire ha sido no sólo cuestionable, sino francamente insostenible, rayando en lo caprichoso.Y es que, a diferencia de otros aspectos del reglamento del beisbol que están claramente normados y permiten revisión en video o apelación por parte de los equipos, las expulsiones quedan prácticamente en manos del criterio personal del umpire. Se sostiene que tiene la facultad de mantener el orden en el campo y sancionar cualquier conducta que interprete como antideportiva, irrespetuosa o provocadora. Pero la ambigüedad de esos criterios ha abierto la puerta a decisiones muchas veces desproporcionadas y sin posibilidad de corrección.Desde las Ligas Mayores de Beisbol (MLB) hasta las Ligas Menores (Triple-A), no existe un protocolo claro, exhaustivo y público que determine los supuestos específicos para una expulsión. Sí, por supuesto, se mencionan causales generales: lenguaje soez, protestas airadas, conducta antideportiva. Pero el margen de interpretación es tan amplio que permite que dos umpires juzguen de manera radicalmente distinta la misma conducta. Y eso, en un deporte de reglas escritas al milímetro, es cuando menos paradójico.El reglamento oficial del beisbol profesional establece que los umpires pueden expulsar a cualquier persona por actos que interfieran con el juego, insulten al umpire o violen la conducta deportiva. Pero en la práctica, basta una mirada molesta o una frase dicha al calor del juego para que se determine una expulsión sin posibilidad alguna de apelación en el momento. El jugador puede ser sancionado, suspendido o multado posteriormente, pero la decisión del umpire de retirarlo del juego es irrevocable en ese instante.Y vale preguntarse: ¿en qué otro ámbito profesional se permite a un funcionario ejercer autoridad sin mecanismos de contrapeso? ¿Por qué se tolera que una figura central en el desarrollo del partido actúe como juez y parte sin estar obligada a rendir cuentas públicas o revisar su actuar más allá de los procesos internos de la liga?Se ha avanzado, es cierto, en la incorporación de la tecnología para revisar jugadas específicas. Hoy existen desafíos para verificar si una bola fue jonrón, si un corredor fue safe o out, o si hubo interferencia en una jugada clave. Pero cuando se trata de una expulsión -un hecho que puede cambiar radicalmente el curso del juego, mermar al equipo afectado y modificar el espectáculo para la afición- no hay cámara ni tribunal que valga. Es palabra de umpire y se acabó.En los últimos años se han multiplicado las quejas por decisiones excesivas. Umpires que se han ganado fama de temperamentales, de punitivos, de ser más estrictos con algunos jugadores que con otros. Casos como el del veterano Joe West en la MLB, célebre por sus desencuentros con managers, o situaciones recientes en la Liga Mexicana del Pacífico en donde se han dado expulsiones por meras gesticulaciones, deberían obligar a una reforma de fondo. El beisbol merece evolucionar también en su sistema disciplinario. Es urgente que las expulsiones sean revisables, al menos posterior al juego, con posibilidad de que las decisiones más polémicas sean analizadas por una comisión independiente. Se deben establecer protocolos más claros y limitar la discrecionalidad a lo estrictamente necesario. El objetivo no debe ser quitar autoridad al umpire, sino garantizar que esta se ejerza con justicia, proporcionalidad y responsabilidad.En una época donde la transparencia es exigencia social y el deporte profesional se encuentra cada vez más en la mira del público, no se puede seguir tolerando que el criterio personal de una sola persona altere el desarrollo del juego sin mecanismos de revisión.bambinazos61@gmail.com@salvadorcosio1