La economía mexicana se ha articulado, desde hace ya cuatro décadas y media, a través de un patrón de precarización estructural del trabajo que ha colocado a millones de personas en condiciones de vulnerabilidad permanente. Según los Censos Económicos del INEGI, alrededor de siete millones de personas se encuentran en condición de autoempleo, un indicador que, lejos de mostrar, como ocurre en otras latitudes, una expresión de dinamismo emprendedor, da cuenta de la fragilidad de la estructura económica, fiscal y productiva del país.La mayor parte de estas actividades están relacionadas con oficios tradicionales o servicios de bajo valor agregado que, por el propio desarrollo tecnológico y las transformaciones de la economía global, corren el riesgo de desaparecer o volverse aún más marginales en los próximos quince años. Este proceso amenaza con profundizar las desigualdades existentes, pues los hogares que dependen de estos ingresos enfrentan ya condiciones de subsistencia que se deterioran año con año.Esta precarización se da en un contexto en el que el crecimiento promedio del PIB durante los últimos siete años ha sido inferior al 1 %. Este dato revela una economía virtualmente estancada, incapaz de absorber a la creciente población económicamente activa con empleos estables y con acceso a prestaciones sociales. La cobertura de servicios, pero sobre todo de prestaciones económicas y sociales vinculadas al trabajo, no ha logrado recuperar siquiera los niveles previos a la pandemia, lo que implica que una proporción importante de la población trabajadora carece de seguridad social, ahorro para el retiro o acceso efectivo a sistemas de salud.El debilitamiento del trabajo formal ha erosionado no solo el ingreso de los hogares, sino también su capacidad de cimentar un futuro viable. Esto responde a la reproducción de una lógica que privilegia la flexibilización y la desprotección laboral como mecanismos de competitividad en un sistema global altamente jerarquizado y cada vez más agresivo, sobre todo a partir de la nueva administración de Trump.Frente a esta realidad, los hogares mexicanos han desplegado nuevas estrategias de supervivencia que oscilan entre la inserción en programas de asistencia social y la búsqueda de ingresos en actividades que, en muchos casos, se encuentran en los márgenes de la legalidad. Los programas de transferencias no condicionadas que se han implementado en los últimos años han permitido mitigar parcialmente la pobreza extrema y dar un respiro a los sectores más vulnerables, pero resultan insuficientes para modificar estructuralmente la realidad en los próximos meses.Al mismo tiempo, la expansión de actividades informales o ilegales se convierte en una respuesta adaptativa a un mercado laboral cerrado y excluyente. Este fenómeno, además de ser expresión de desesperación económica, erosiona el tejido social y fortalece economías paralelas que a menudo compiten y corroen a las instituciones del Estado.En este contexto, el “Plan México” y otras estrategias han sido planteadas como soluciones de fondo a los problemas señalados; el reto es lograr que los proyectos que lo integran consigan incrementar significativamente la inversión productiva del Estado, y con ello, detonar las condiciones para que la inversión privada sea lo suficientemente importante para mover la economía hacia un nuevo ciclo virtuoso de crecimiento que nos coloque al menos en tasas de 4 % del PIB anual, sin lo cual será muy difícil la creación suficiente de empleos dignos y la inversión sostenida en áreas estratégicas como la energía, la ciencia y la tecnología.Se trata de generar un modelo que permita ampliar los estándares de bienestar definidos en la Constitución, garantizando una red de protección social robusta. Esto implica que el Estado mexicano pueda romper con las inercias de una economía fragmentada, a fin de romper con los ciclos intergeneracionales de reproducción de la informalidad, la pobreza o la ilegalidad, como únicas formas de sobrevivencia.La historia del siglo XX y XXI muestra que sociedades con niveles altos de precariedad laboral son sociedades frágiles e incapaces de sostener proyectos colectivos de largo aliento. Por ello, construir una estrategia de desarrollo integral y emancipadora es, sin duda, una necesidad histórica.