Jueves, 25 de Abril 2024

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Entre puro genio

Por: Paty Blue

Entre puro genio

Entre puro genio

Por lo que el título sugiere, bien podrían pensar que mis alocados afanes aventureros, que ya no dan para loables empeños ni notables excesos, me fui a meter a una exposición de inventos producto de los más destacados cerebros en robótica, o anduve husmeando en una reñida contienda de ajedrez entre expertos para ver qué aprendo. Tal vez intuyan que ocurrí a un curso avanzadísimo sobre comprensión y desarrollo de la inteligencia humana aplicada en el uso del celular moderno o me colé en el mundial de matemáticas para adolescentes hiperdotados, después de haber asistido a un sesudo taller en donde los  jovencillos de hoy gustan de diseñar, construir y operar drones o algún otro ultramoderno artilugio.

Ni de broma podrían discurrir que me inscribí en un curso de macramé de 20 hilos, o en un diplomado intensivo de contabilidad aplicada a la economía doméstica. Vamos, ni siquiera me nació la idea de irme a deambular en una librería de textos científicos para convivir por un rato con puro reflexivo, circunspecto y atufado, ni apostarme entre los asistentes a una capital conferencia de física cuántica y su definitiva influencia en las quinielas futboleras y en las próximas elecciones.

O sea, que no atendí al imperativo de escudriñar en escenarios que tradicionalmente me han sido ajenos, para vivir la inenarrable experiencia de codearme con puro genio. Me bastó con salir a una jornada que con frecuencia asumo y hasta disfruto durante el fin de semana, porque me saca de una rutina para hacerme entrar a otra pero, ciertamente, más relajada y divertida, como es comenzar el día con un apetitoso desayuno que no preparo ni me quedan trastes por lavar, seguido de las compras semanales en el mercado donde todo lo que veo me urge, ocupo (tapatía dixit) o se me antoja, aunque el monedero con frecuencia me impone frenar mis desenfrenos adquisitivos.

De ahí, es común que vuelva a casa, guarde el mandado y me desplace de nuevo hacia la plaza comercial que me queda más cercana y que, por pura y gozosa casualidad, me ofrece todo aquello que necesito y no encuentro en el mercado, particularmente, un casino en donde las maquinitas se engullen mi resto y eventualmente me retribuyen con algún gratificante premiecillo de monto proporcional a mi sobria apuesta, pero sobre todo, con un rato de solaz y esparcimiento que me divierte, y eso, ya es ganancia.

Y así fue que, desde el primer semáforo hacia mi nuevo derrotero, un individuo de pocas y escogidas pero evidentes pulgas, me urgió a que avanzara frente a un semáforo en rojo, por el llano y simple motivo de que le urgía dar vuelta a la derecha, y como yo ni siquiera pestañeé con su irracional demanda, rodeó mi auto y viró lanzándome denuestos y miradas matonas. O sea que el señor, indudablemente y a lo mejor porque perdió Argentina, andaba de genio.

Una vez adentro del local, comenzó mi mala suerte cuando a mi lado fue a sentarse una doña que, con cada manotazo, soltaba un vituperio maldiciendo a la máquina que no mostraba mucha disposición para sacarla de trabajar por medio de un trancazo de fortuna, del mismo calibre del que le acomodaba al aparato, porque quién sabe quién le habrá informado que las computadoras funcionan a fuerza de golpes y sobadas. Desde luego, era notorio que la señora se puso de genio, al igual que aquélla que en el super no le despacharon el jamón del grosor requerido, y el hombre que no veía la hora de que le llegara su turno frente a la caja y dedujo que agraviando la ineficiencia del sistema y su operadora avanzaría más rápido. O yo andaba muy de buenas, o ese día me tocó convivir con puro prójimo al que cualquier nimiedad le desata el (mal) genio.

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