Sábado, 03 de Mayo 2025

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El odio a los intelectuales

Por: Alonso Solís

El odio a los intelectuales

El odio a los intelectuales

¿Por qué se odia tanto a los intelectuales? Aventuro algunas hipótesis. Muchas veces los intelectuales son arrogantes. Otras, arribistas: se suben a modas para obtener popularidad, o se venden a los poderosos por alguna ventaja (un contrato, una embajada, un premio otorgado por el Gobierno).

Los intelectuales —quién podrá negarlo— son a menudo sofísticos y oscuros. No sin razón, se les critica por indescifrables y “rolleros”, o por decir obviedades en un lenguaje farragoso y grandilocuente. Todo intelectual, de cualquier persuasión, haría bien en tatuarse la máxima de Ortega: “la claridad es la cortesía del filósofo”.

El intelectual profeta, heredero de la tradición mesiánica, cree poseer la clave de nuestra salvación, la buena nueva que habrá de redimirnos. Sucesor del sacerdote medieval, se dedica a adoctrinar a sus seguidores. Por su parte, el intelectual público no profeta suele carecer de experiencia y sentido práctico; pero esto no le impide pontificar sobre la vida social. Desde un cubículo, dicta cómo gestionar la política o el mercado. Esto engendra el desprecio del hombre de acción.

Cierto intelectual de izquierda nunca está satisfecho: le encuentra defectos a todo. Es un espíritu negador (“crítico”, dice él) y, de forma contradictoria, despotrica rabiosamente contra la razón, la modernidad y la cultura occidental. Sin embargo, nadie quiere al aguafiestas. Muchos intelectuales, es triste, viven amargados en un desencanto extremo. Y al amargado, lejos de compadecerlo, lo despreciamos.

El rechazo del conservador acaso provenga de que la abrumadora mayoría de intelectuales asumen posiciones de izquierda y procuran detestar a la derecha. Muchos intelectuales progresistas son liberales teóricos e intolerantes prácticos: en vez de dialogar y debatir, “cancelan”.

Algunos son antipatrióticos (los menos, chovinistas); propagan la idea de que su país está corrompido hasta la médula. Ello les gana la animadversión del ciudadano patriota. Los intelectuales, dicen muchos activistas y radicales, no sirven para nada: lo que hace falta es la acción política y la movilización social. Los realistas arguyen que sus ideas son utópicas e impracticables, y con frecuencia tan puristas y esquemáticas que terminan llevando al paredón. Según Karl Popper, los padres del totalitarismo moderno fueron, a fin de cuentas, hombres como Platón, Hegel o Marx.

El asunto no es nuevo. En Occidente, la creencia de que el hombre de ideas representa un peligro se remonta a la Grecia antigua. El intelectual —o, en términos clásicos, el filósofo— introduce en la ciudad ideas exóticas, peligrosas y anarquistas. Atenta contra el sentido común: niega verdades autoevidentes y hechos irrebatibles. Es nihilista: critica todo sin proponer nada en su lugar. Corroe nuestras tradiciones más preciadas (la homérica, en el caso griego). Y altera el orden moral y la estabilidad social. Estos cargos provocaron la expulsión de Atenas de Anaxágoras y la condena a muerte de Sócrates, en palabras de Platón, “el mejor hombre (…) de los que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo”. 

Odiamos a los intelectuales, en suma, por una pluralidad de razones. Todo intelectual genuino, sin embargo, por el mero hecho de ejercer su tarea —la crítica independiente—, se expone a la furia de sus conciudadanos. Pues nada incomoda tanto como el aguijón de la crítica.

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