Mi abuelo tenía tres cuadros en la recepción de su despacho. Una pintura del puente de Westminster y enfrente otra de la Catedral de Milán, recuerdos de sus tiempos en aquellos lares; el tercer cuadro era más pequeño pero contundente, decía en letra impresa: “Toda consulta, causa honorarios”, no requiere explicaciones.Había tres máquinas de escribir de diferentes marcas; una marca Remington Rand, que usaba la secretaria, otra más, marca Olimpia, de armazón gris con teclado verde, que se me hacía muy bonita, que usaba mi abuelo, y una más -que por cierto fue en la que me enseñé a escribir-, marca Oliver, de aquellas que tenían los tipos a los lados como si fueran unas orejitas. ¿Se acuerdan de esas máquinas?El privado tenía una puerta de vidrio bruñido que permitía el paso de la luz difuminada y apenas se observaban siluetas muy borrosas, pero se veía bonito; tenía grabada la palabra “Privado” y lucía elegante.Adentro estaba su sillón personal, confortable, mullido y con descansabrazos; frente a su escritorio, dos sillones de visitante con una pequeña mesa de centro entre ellos y un cenicero de pie en medio.A un lado estaba una pequeña sala compuesta por un sillón de tres piezas y uno individual, donde él se sentaba a atender cuando no quería estar detrás del escritorio, muebles que hacían juego con los de recepción. Una lámpara de piso y una mesa de centro, que tenía en medio una bombonera, completaban la decoración y, en la pared, un librero de grandes dimensiones, del cual les platicaré en los párrafos subsiguientes.El escritorio de mi abuelo era de madera, con cajón central y seis cajones laterales en ambos lados; estaba cubierto con un vidrio grueso, pero este no tenía postales como el de Lupita, su fiel secretaria. Encima del escritorio estaba un recipiente de vidrio que tenía dos frasquitos de vidrio con tapas del mismo material, que contenían tintas de color azul-negro y verde, que eran las que utilizaba para escribir con canutero o manguillo; mi abuelo colocaba el plumín dentro de la tinta y así escribía con su maravillosa letra Palmer, superlegible y parejita, parecía de imprenta. En su día a día utilizaba un bolígrafo marca Parker, de tapa metálica y la caña o cuerpo de color azul, aunque en el despacho sus notas siempre las hacía con el manguillo.Mi papá, en cambio, usaba una pluma fuente marca Pelikan y decía a mi abuelo que era más conveniente que usar el canutero para evitar estarlo mojando constantemente con el riesgo de derrames de tinta. Nunca se pusieron de acuerdo, pero me dejaron como herencia el gusto de escribir con pluma fuente.Como adorno y de suma utilidad, tenía encima del escritorio una pequeña lámpara con pantalla verde, base de mármol y un calendario metálico cuadradito donde aparecía la fecha, el día y el mes. Obviamente había que girarlo cotidianamente para tenerlo siempre exacto.Una carpeta de piel que se abría en dos hojas; en la parte superior, compartimientos para clips, borrador y lápices, y unas hojitas como tarjetas de presentación, que eran papel secante, muy usado en esa época para los manchones y escurrimientos de la tinta.Al lado estaba una especie de recetario. Era un block tamaño esquela que tenía impreso su nombre, el domicilio del despacho y sus teléfonos de Ericsson y Mexicana, que eran las compañías de ese tiempo; muy sencillo pero elegante y práctico para tomar notas o dar instrucciones a sus clientes sobre los procedimientos a seguir o los documentos que se requerían para los trámites.Había un enorme librero con solo libros jurídicos de distintos autores y códigos de diversos Estados de la República; uno de los más valiosos tesoros que aún conservo es el Diccionario Enciclopédico Jurídico de Joaquín Escriche, una monumental obra jurídica, así como una edición especial de las Institutas de Justiniano, escrito en latín. Afuera estaban -como les platiqué la semana pasada- los libreros con las enciclopedias y la Colección Austral.Un clavijero completaba la decoración, donde mi abuelo invariablemente colocaba, al llegar a su despacho, su sombrero, su saco y su bastón. Siempre usó traje de tres piezas, y le gustaba andar de chaleco en la oficina porque se le hacía más cómodo, aunque cuando atendía a una dama, siempre se ponía su saco. “Es una regla de urbanidad, güero”, me decía mi abuelito.Usaba un reloj marca Haste de bolsillo, que alternaba con otro marca Elgin, con una leontina que hacía juego con las mancuernillas doradas que casi siempre usaba. Mi abuelo era muy ordenado en sus horarios: su despacho se abría a las nueve y cerraba a las dos de la tarde; volvía a abrir a las cuatro y cerraba a las siete, de lunes a viernes. Los sábados trabajaba de nueve a una.En el privado, por la tarde, la luz del sol vespertino era mitigada por una cortina veneciana de dos hojas; el sol entraba por la ventana que daba a la calle Galeana; las hojas de la cortina siempre estaban limpias, gracias a Lupita, su eterna secretaria -a quien Dios tenga en el cielo-, siempre leal, puntual, efectiva y paciente.Este relato personal, sin duda, les traerá a ustedes también muchos recuerdos de esos tiempos pasados, que evocarán, como yo, con nostalgia pero también con alegría, por haber compartido buena parte de nuestras vidas con esos grandilocuentes hombres, hombres de bien y buenos modales, de quienes aprendimos de su experiencia, adquirimos su cultura, su educación y buenas maneras.Y aquí nos encontraremos la próxima semana, en que abriremos una nueva página del libro de mis memorias, que mi Director me honra en publicar cada sábado. Hasta entonces, si Dios nos presta vida y licencia.(Segunda y última parte)lcampirano@yahoo.com