No se necesita haber recorrido la ciudad desde varios decenios a la fecha, para advertir cuánto y a qué velocidad ha ido cambiando su fisonomía. Lo que ayer se enseñoreaba sobre una importante avenida, hoy ha sido sustituido por alguna de las ocurrencias de sucesivos alcaldes o urbanistas que buscan dejar su impronta personal a como dé lugar; lo que anteayer se erguía como elemento que servía de referencia o identificaba una zona, por ahora solo pervive en la memoria de los viejitos que intentamos entusiasmar a los nietos con nuestros relatos de antaño sobre casas, monumentos, parques o tiendas que ya han desaparecido o están por hacerlo.Ya mejor ni les hago el recuento de lo que he visto desaparecer en mi terruño, porque pensarían que andaré frisando el centenario de mi natalicio, cuando apenas he llegado a la etapa de conseguir una jubilación activa, pero aunque ya no debería llamarme a sorpresa, me asombra toparme con una novedad arquitectónica o comercial que apenas una semana atrás no estaba ahí y que de pronto aparece frente a mis ojos y me genera la sensación de andar haciendo turismo por mis rutas habituales.La novedad de la presente semana fue doble, no solo porque advertí que un enorme local en el interior de una plaza comercial había modificado su vocación, sino porque el mismo estaba en remodelación para convertirse, según rezaba el cartel exterior, en un “gimnasio inteligente”. Lo que cualquiera podría confundir con arrugas en mi frente, juro que no fueron más que los cuatro signos de interrogación que se me dibujaron, al verme imposibilitada para traducir semejante designación y tratar de encontrar un sentido aproximado a tan revolucionario rubro.A falta de información, se abre paso la especulación, y sin más datos para hilvanar el concepto a cabalidad, por la mente me transitaron toda suerte de conjeturas respecto a las monerías tecnológicas que por han dado en aplicar a cuanto cachivache que se pretende calificar de ultramoderno. A lo más que llegué fue a imaginar lo maravilloso que resultaría apoltronarme en un cómodo sillón posturopédico, colocando un casco que me permitiera incursionar en una realidad virtual, en la que un avatar que me representara desempeñara los más rudos y provechosos ejercicios corporales cuyo beneficio obrara en mi provecho. De otra manera, ni reprobando la prueba del “torito” podría explicarme eso del gimnasio “inteligente”, pero será cuestión de observarlo operando en vivo.Y ya que vivimos en un mundo y tiempo en que la inteligencia, esa capacidad humana de relacionar conocimientos para resolver alguna situación determinada, resulta aplicable a una ciudad, un auto, una casa, un refrigerador, una lavadora, una estufa, un teléfono o cualquier otro invento del hombre blanco, no entiendo por qué a nadie le ha dado por inventar, por ejemplo, ropa “inteligente” que se planche sola, o zapatos “inteligentes” que se abstengan de apretar donde no deben, o comida “inteligente” que elimine por sí sola los componentes que tanto gustan pero perjudican al tontito que se la embodega.Lo único que me queda claro es que cualquier concepto, construcción o aparato que en su nombre incluye el adjetivo “smart”, es el detonante más efectivo para agudizar mi estupidez y que mi trasnochada inteligencia entre en fuga.