Guerrillero, excarcelado y con heridas de batalla. Fue un “viejo revolucionario” con fuego en su interior que, inspirado en la revolución cubana, anhelaba el bien común. José Mujica también fue ejemplo vivo de lo que significa luchar desde abajo para llegar hasta la cima y ejercer el poder desde la real austeridad. Una prédica que mucho se dice, pero poco se aplica en estos rumbos del continente.¿Se acuerdan cuando el presidente de Uruguay salía en pantuflas, donaba el 90% de su sueldo y manejaba un vocho desvencijado? No era sketch, era el verdadero Pepe Mujica. José Alberto Mujica Cordano: un tipo que se atrevió a gobernar sin corbata, sin guardaespaldas y, lo más escandaloso, sin hambre de acumular.Mujica murió esta semana a sólo unos días de cumplir 90 años, y con él se va una especie en extinción: la del político coherente. No el que promete cambiar al país desde el helicóptero, los abrazos o el segundo piso, sino el que renuncia al trato VIP de un jefe de Estado porque el pueblo camina, viaja en autobús y le chinga desde temprano.Mientras aquí en México discutimos si el Rolex del senador va de acuerdo con su sueldo o si el hijo del presidente compró su casa con amor y no con influencias, desde el Sur del continente hubo quien gobernó desde una finca modesta, rodeado de perros, gallinas y libros. Un hombre que hablaba poco y vivía mucho.Pepe Mujica jamás necesitó de campañas millonarias para convencernos de que era distinto: bastaba con ver su vida. Bastaba con escuchar las bombas de realidad que lanzaba al abrir la boca y golpear con fuerza tanto a quien vive al día como al político que pisa 50 mil pesos en los zapatos que se calza a diario.Ese viejo revolucionario dijo alguna vez que quien vive para tener mucho es realmente un pobre. Que el capitalismo no nos roba solo el dinero, sino el tiempo. Lo dijo mientras donaba su sueldo y plantaba flores. Lo dijo sin hacer TikToks. Y la honestidad se nota: la gente le creyó porque era verdad.En cambio, el político promedio en México —y sí, genérico para no herir la piel delgada de nadie— cree que la austeridad es un discurso, no una forma de vida. Aquí lo más cercano a la coherencia es que todos, de izquierda o derecha, coinciden en una cosa: no dejar ir la dieta parlamentaria ni por error. Y si donan algo es porque hay una o más cámaras encendidas. Porque cierra filas. Porque es momento de…En el país de los presidentes con residencias de ensueño, secretarios que “no sabían” que su pareja compraba departamentos, y funcionarios que juran que el reloj “se lo prestaron”, la figura de Mujica debería resultarles incómoda. Debería porque no era una metáfora: era un espejo. Uno que muestra que sí es posible vivir con poco y gobernar con decencia. Y, claro, se trata de una virtud nata que por estas tierras se llama “populismo”. Porque ya sabemos que aquí se venera más el cinismo que la virtud.Mujica se va, pero deja algo peor que el vacío: la evidencia de que otra forma de hacer política no solo es posible, sino que ya fue real. Y eso es lo más peligroso para los nuestros: que lo recordemos y los comparemos con él y nos demos cuenta que no están a la altura de su legado, de su coherencia y de esa verdadera humildad.Así que, sí: que viva por siempre el presidente en pantuflas. Porque mientras nosotros seguimos gobernados por la lógica del centenario de Don Julio y el iPhone con cargo al dinero de las personas, Mujica nos recuerda que la felicidad no se compra... aunque aquí parezca que todo se vende.