Atmosféricas. Siguen los pájaros dorados de la dicha. La fecha es 11:11:11 y el águila de Ramón Corona, la de su monumento en la Calzada, vuelve a su lugar merced a valiosos esfuerzos ciudadanos. Bravo.**De transcripciones:I¿cómo es que era? ¿cuántas promesas que ardieron en el vértigo y la gracia? ¿cómo pues aquel relente que devastaba el alba de tantos días? ¿cómo exactamente cómo la tonada que duraba tímida en el aire? ¿cuántas veces el jazmín? ¿cómo es que era? ¿dónde las palabras tatuadas en las espaldas mojadas del combate? ¿qué del siempre y qué del jamás? ¿cuál pues la salida de este laberinto? ¿quién al final fue el cíclope y quién teseo? ¿cómo es que era?IIdónde queda el refugio para esta lluvia de espinas para este fulgor de pájaros de astillas de roturas este desollamiento larga marea de navajas esta herida que se abre como un brazo de mar mira cómo se acerca el rumor de la carga de este ejército de recuerdos sin piedad y sin tregua este sitio que estrecha su abrazo y sus rigores esta misma tonada dulce como un huracán la tarde está minada y cuál paso será el último las mañanas caminan por una cuerda muy tensa más pronto que más tarde llegará la embestida y mil pañuelos blancos habrán de saludar al fin tus ojos**FUEGOSEn las noches, cuando el arquitecto pasa por donde alguno de sus afanes encontró forma, como que los muros fosforecen. Es difícil notarlo: es preciso ver con cuidado aquello. Pero el ojo paciente puede, si hay suerte, sorprender un chisporroteo en el muro del fondo. O alguna luz extraña en la ventana pequeña de arriba, esa que tanto trabajo tomó en encontrar su lugar. Como un fuego fatuo, como la lumbre que los marineros ven de noche entre los palos de sus navíos. Como fuegos de San Telmo. Y los muros vibran, parecieran no estar propiamente sobre el suelo. Es una ilusión. En la tierra se anclan: rara vez logran levar cimientos. Pero a veces, juro haberlos visto, navegan por mi frente. Singladuras que fueron de vientos llegados de lejos. Si alguien siguiese su curso, quizás descubriera el trazo de un designio más alto. Yo trato, en vano, de establecer su carta, de apresar su significado. Algún rincón revelaría entonces recuerdos que todavía escuecen la memoria. Dos vanos que se hacen señas intentan dejar la huella de alguna tarde luminosa en que mi padre me enseñó los límites de la ciudad, o el camino que solía tomar, muchos años atrás, su propio padre para regresar a casa. Como una improbable carta de las constelaciones de la memoria, por allí van quedando los trazos de todos aquellos días. Invisibles herramientas con las cuales fincar muros. Sólo los viejos albañiles, graves y deliberados, entienden lo que sus manos levantaron. Pero no han de decirlo. Con ellos se llevan el claro sonido de la cuchara y el cincel. Orgullosos y discretos, sellan con sus enjarres el frágil pacto que los espacios quisieran establecer con el tiempo inclemente. Luego se van. Por eso a veces, ya tarde, cuando el arquitecto pasa frente a alguno de los lugares que la suerte marcó para él, incandesce imperceptible la casa aquella. Casi nadie lo nota. Yo aquí trato de dar cuenta.**La lectura anterior es más gozable, o menos penosa, si se acompaña con una de dos alternativas sonoras: la sonata Kreutzer, o Pearl Jam: Gimme the truth.jpalomar@informador.com.mx