Jueves, 18 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Van ganando terreno los días, y las tardes avanzan más lejos sobre un cielo tranquilo. Los pájaros cantan con puntual energía y entretejen sus notas sobre las frondas. Alguno hay que se rezaga y queda su huella de música irrepetible en el aire en fuga. Temprano despuntan ciertos brotes que, casi imperceptiblemente, habrán de renovar el jardín entero. Se diría que preparan, con ritmo milenario, un ciclo más para una sucesión de florecimientos que cruza los tiempos. El gato avanza, cauteloso, sobre los pretiles y su silueta se recorta al paso contra un reflejo inesperado. Con sus recorridos va tejiendo la sutil trama de sus dominios. El perro alterna sus pasos y, a su vez, recupera los rincones que tanto ha procurado. Sigue pues el jardín sereno estos transcursos mientras la luz todo lo levanta.

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Sobre Cat Stevens. Desde los lejanos años setenta regresan ciertas canciones que marcaron las épocas que fueron. Un autor que dejó una gentil huella en la memoria de quienes desde entonces siguen oyendo sus composiciones. Agridulces tonadas, versos de inocencia y de una destreza notable que fue evolucionando hasta otras regiones de su transcurso. ¿Dónde jugarán los niños? Preguntaba desde entonces. Sigue más que nunca vigente su pregunta, y la guitarra rasguea los compases que se volvieron perdurables en la memoria de estas décadas.

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Jugar con lumbre. Una veladora extraviada derramó, hace no tanto, su manto de cera y persistente fuego sobre la mesa. Humildes milagros: la marca de la combustión supo extenderse mansamente sin tocar los papeles cercanos, dejando, como un elocuente recordatorio, la mancha de su paso cuidadoso. Quedó el testimonio de la paciente escritura que quien pasa podrá quizá descifrar. Arden otras velas, atentas, y las sombras se mecen contra el muro y reconocen lentamente los ámbitos en los que el fuego sigue latiendo como un pulso inmemorial.

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Sobre el muy noble y agradecible acto de caminar se traducen estos cuantos renglones de un artículo recientemente aparecido en el New Yorker, y cuya autoría es de Ferris Cabr.

“Desde por lo menos los tiempos de los filósofos griegos peripatéticos, muchos otros escritores han descubierto una profunda, intuitiva conexión entre caminar, pensar y escribir. “Qué vano es sentarse a escribir cuando no se ha erguido para vivir.”. Henry David Thoreau anotó en su diario: “Me parece que en el momento en que mis piernas comienzan a moverse, mis pensamientos comienzan a fluir.” Thomas DeQuincey ha calculado que William Wordswdorth –cuya poesía está llena con excursiones a las montañas, a través de los bosques, y a lo largo de los caminos- caminó más de cien mil millas durante su vida, lo que da un promedio de seis y media millas diarias.

¿Qué sucede con la caminata, en particular, que la hace tan propicia al pensamiento y la escritura? La respuesta comienza en los cambios en la química. Cuando marchamos a pie, el corazón late más fuerte y hace circular más sangre y oxígeno no solamente a los músculos sino a todos los órganos, incluido el cerebro. Muchos experimentos han demostrado que después y durante un ejercicio, aunque sea leve, la gente resulta mejor en pruebas de memoria y atención. Caminar sobre una cierta rutina provoca también nuevas conexiones entre las células del cerebro, retarda el usual  desgaste del tejido cerebral que sobreviene con la edad, aumenta el volumen del hipocampo (una región cerebral crucial para la memoria), y eleva los niveles de moléculas que tanto estimulan el crecimiento de nuevas neuronas como transmiten mensajes entre ellas.

Quizá la más profunda relación entre caminar, pensar, y escribir se manifiesta después de un paseo, de regreso al escritorio, Ahí se vuelve aparente que el caminar y el escribir son logros extremadamente similares, partes correspondientes a lo físico y a lo mental.”

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Existen aún, entre ciertos señores ingleses, particularmente de la aristocracia rural, algunas aparentemente curiosas costumbres. Entre ellas la del radical menosprecio de lo nuevo y lo brilloso y lo llamativo: ropa, zapatos, coches, casas... Contaba un señor que ya no está que hasta había la práctica que consistía en, cuando había finalmente que sustituir un ya demasiado raído saco de buen tweed, que podía haber dado veinte años de activo servicio, escogían y compraban, al fin otro de la misma excelente calidad.  Acto seguido ordenaban a su valet, o a alguien de su servicio, que colgaran el saco de un árbol en el jardín, le llenaran de piedras los bolsillos, y lo dejaran allí dos meses. Entonces, ya planchado, el señor del caso accedía a estrenarlo. Con los zapatos era igual: tres meses –por lo menos- que el valet los usara, para entonces calzarlos. Eso contaba un señor que ya no está, quien además decía que el verdadero dandy era quien estaba tan bien vestido que no se notaba. El doméstico Kublai Can olisquea largamente un saco de ese señor puesto al sol sobre un capitel para que su uso sea más grato en estas mañanas frías. Su muy fino olfato quizá reconozca así el genio y la figura de quien tan bien supo portarlo durante décadas. Tribulaciones, trayectos y alboradas que correspondieron al anterior dueño le son milagrosamente reveladas al fiel can. Y luego las incorpora como si nada a sus alegres correrías, a sus silencios y sus ladridos alborotados, a las horas de atento reposo vigilante debajo de la mesa de dibujo. Y misteriosamente van entregando el recuerdo, entregando estas líneas, estas rayas.

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Cruza como por casualidad, sobre la pantalla, la última aparición de los Beatles sobre la azotea de su estudio, hacia 1971. Muchos años después el genio irrepetible de la banda deja oír su música sobre calles y azoteas. Como si la sucesión de los años respetara la vigencia de unas canciones que se volvieron una parte esencial de estas décadas convulsas.

jpalomar@informador.com.mx

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