Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Las tormentas de los últimos  días avanzan con su cauda de beneficios y alteraciones a la vida cotidiana. Un horizonte de nubes oscuras presagia el temporal, y luces inesperadas le prestan distintas caras a la ciudad. Ciertas torres, todavía iluminadas por el  sol antes de la llegada de las aguas adquieren una singular, inesperada presencia. El valle es recorrido por torrentes que avanzan rumbo a su cauce natural que desemboca primero en la barranca de Oblatos y pasa a aumentar los caudales del indómito río Santiago en su ruta indefectible rumbo al océano. Como una antigua estructura a la que también prestan cimiento las inmemoriales redes hidrológicas –tanto como las fundaciones de cal y canto- la ciudad perdura entre el flujo y la resistencia. De ella, para la desventura de una amplia región, los desperdicios ruedan rumbo aguas abajo. Pero la fábrica urbana resiste, se limpia, fortalece su destino e insiste en sus propósitos.

Junto a la laguna es posible, al correr de los días, comprobar como el nivel de las aguas, favorecido por la generosidad de los temporales, recupera con ímpetu sus terrenos. Cotas establecidas en la memoria a lo largo de las estaciones son alcanzadas y luego superadas. El jardín, a pesar de la devastación de las palmeras atacadas por una inmisericorde plaga, se expande y fortalece. Nuevas regiones de claridad le dan una visión nueva. Y ciertas plantas ya se acomodan a su inesperada condición y muestran agradecidos progresos.

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Jazmines. Una instrucción que llega desde un tiempo inmemorial conduce sus movimientos, no por imperceptibles menos patentes por la evidencia de los avances de sus guías. Se adivina una a la vez ciega y lúcida voluntad de procurar para sí nuevos dominios, de explorar distintos rincones. La explosión de sus flores, muy temprano, entrega un bondadoso relente que habrá de transfigurar los ámbitos de la casa. El blanco resplandor de las estrellas que cada día cubren el suelo deja como un invisible cimiento sobre el que el andamiaje de las horas se irá construyendo. Las sabias podas del jardinero inyectan a los jazmines nuevos bríos, y ese ímpetu manso y saludable se trasmite con intensidad recuperada.

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Sangre en las pistas. Blood in the tracks. A mediados de los años setenta Bob Dylan entregó uno de los discos clave de toda su carrera. Sangre dejada sobre las pistas de grabación. Testimonio desgarrado y a la vez sereno de pasajes vitales que se trasmutan en el trabajo del poeta, del juglar. Una producción directa, a veces dura, de una variedad de registros que sorprende e intriga, que va dejando un sentimiento indeleble en quien insiste en frecuentar estas composiciones. Algunas desoladas –Idiot Wind- que hablan de la precariedad y el desencanto, otras maravilladas en una especie de transporte: Tangled up in blue: perdido, confundido en lo inefable. Dylan alterna sus temas, sus registros. Otra manera de decir el título del álbum, cuchillo de doble filo: sangre en los senderos, la piel desollada por el arduo recorrido en la vereda que va siendo la existencia, sus gozos, sus maravillas y desventuras. Entre lo más sorprendente de Dylan, luego de alcanzar esta cumbre, es su posterior inmersión en otras regiones de su producción, como quien se ve obligado a seguir un fario instintivo y determinado por una irreductible voluntad de visitar otros climas de su expresión, otros talantes. Y luego vuelve, distinto pero inconfundible. Va una versión –entre las versiones de Dylan- de If you see her, say hello. Uno de los pasajes más conmovedores de un álbum hecho de despedidas, columbramientos de lo que vendrá, parcas o abundantes reflexiones:

Si es que la vez salúdala, puede que esté en Tánger
Se fue en lo temprano de la primavera, y allí vive, he oído
Dile por mí que voy tirando aunque la vida vaya lenta
Puede que piense que la he olvidado. No le digas que no ha sido así.

Sobrevino el quiebre, como a veces pasa a los amantes
Y pensar cómo se fue esa noche me hiere una y otra vez
Y aunque el trance me desgarró hasta el hueso
Vive siempre en mí, nunca hemos estado lejos

Si es que llegas cerca de ella mándale un solo beso por mí
Siempre la he admirado por hacer lo que hizo y librarse
Ah lo que sea que la haga dichosa nunca me opondré
Aunque el amargor aún dure de la noche en que intenté que se quedara

Veo a mucha gente mientras voy de aquí para allá
Y oigo su nombre en distintas partes mientras voy de pueblo en pueblo
Y nomás no logro acostumbrarme, he aprendido apenas a dejar de oír
Eran sus ojos azules y también su pelo, la piel tan dulce y suave

Atardece, luna de oro, revivo el pasado
Conozco de memoria cada escena, tan prestas se fueron
Si es que otra vez por aquí pasa, y de cierto espero que no,
Dile que puede buscarme. No soy tan difícil de hallar.

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Consideraciones de una torre. Es preciso, sobre todas las cosas, entender el aliento inicial que constituye el cimiento indispensable para hincar el primer muro. La generosidad de ese impulso será siempre la verdadera medida de la construcción. Poco importan las pasajeras circunstancias, los fines utilitarios que también deben, desde luego, ocupar su lugar. Pero todo tendrá que ver con la íntima comprensión del suelo, la fábrica precisa que habrá de contener los espacios, la cualidad de la luz, el sitio en donde una nueva presencia actuará por mucho tiempo como un componente del paisaje. Es así como la torre se gana su lugar ante la vista de las gentes, como puede ayudar a la dignidad y grandeza de una ciudad, al íntimo y cotidiano orgullo de sus habitantes. A veces, en la tarde, es posible distinguirlas: algunas llevan aéreas campanas, otras hacen repicar los reflejos justos de una intención que les dio su estatura.

jpalomar@informador.com.mx

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