Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Niños turcos arriban al jardín del jazmín. Con exquisita delicadeza se descalzan al cruzar el umbral, consideran desde sus once años un país extraño materializado en la vieja casa. A través de sus ojos, toda una revisión del lugar sucede: para ventura, aprueban las instalaciones, se instalan, instauran un nuevo orden venido del otro lado del mundo. Por supuesto saben de Orhan Pamuk, es uno de sus orgullos. Se expresan en un inglés impecable, traspasado por un delicioso acento levantino. Juegan ahora, turquitos y mexicanos, al futbol, conocen la ciudad que estaba para ellos. El arrayán se inclina y los saluda. La bandera de la Serenísima sigue ondeando en el aire leve. 
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Hoy es primero de julio. Lo de “uno” de julio no es más que un cursi y empobrecedor manierismo. 
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Cementerio de San Michelle. Nada existe más solemne y bello que morir en Venecia y hacer una última navegación para ir a ser enterrado en una isla. Ezra Pound lo supo. Piedra pequeña y ligera sobre su tumba. El arquitecto David Chipperfield, con fuerte influencia de Luis Barragán, construyó allí, hace poco tiempo, una serie de espléndidos claustros para los muertos, para los dolientes que, con ayuda de escaleras de mano, depositan sus flores en las lápidas de sus difuntos queridos. Cientos de cipreses, la laguna calma y el cielo cambiante son testigos. Stravinsky descansa en paz, junto a los patricios de la Serenísima…

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El más reciente número de los Cuadernos de Magenta, la deslumbrante revista que hace el gran Felipe Covarrubias, es una gozada. Resulta que es, casi, una monografía sobre el pintor y arquitecto, el queridísimo Eduardo Vázquez Baeza, el legendario Gavilán. El Gavilán siempre fue un refinado dandy. Una vez, hace muchos años, declaró que con solamente ver la indumentaria de sus nuevos alumnos sabía quién iba a reprobar: y le atinaba. Con ese mismo rigor da sus talleres de Composición, de los quien esto escribe se ufana de haber sido alumno. El Gavilán hace pintura con la misma certidumbre y elegancia con la que imparte sus talleres, con la que hace arquitectura. Contenida inventiva, rigor, exactitud, una extrema pulcritud en todas sus hechuras. Y, a través de todo ello, una poderosa emoción que hace a muchos de sus cuadros inolvidables. Cumple ahora cincuenta años de artista, y su carrera es de una rara, ejemplar consistencia. Felicidades al Gavilán, muchos años más para deslumbrarnos. Y felicidades a su íntimo Felipe Covarrubias, también insigne maestro del Iteso en Arquitectura y Diseño, por este invaluable testimonio de amistad y sabio arte.

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Película italiana de los años cincuenta. Es Capri y todos sus portentos. No queda más que recorrer sus anfractuosidades prodigiosas en una icónica Vespa. Corren los últimos años cincuenta. Esplenden las caras de felicidad de la pareja. Ella, como corresponde, lleva una pañoleta cubriendo la melena rojiza. Nunca tanto gozo, tanto mar color de vino para llenar los ojos. Fue quizás esta inundación la que precipitó, al rato, la caída. Una señora policía se atravesó al paso de la moto con increíble imprudencia. Para no atropellarla, el giro brusco, el fuerte madrazo. La muchacha se levanta incólume. El conductor, a lo que parece, tiene un pie roto. La película prosigue, con una gloriosa convalecencia en un balcón de Anacapri. Se alcanza a ver la portada del libro que lee el lisiado: El Gatopardo, de Lampedusa. Cancelada Sicilia, cancelada Pompeya, Ischia, Proscito… La trama prosigue, las escenas parpadean en la memoria.

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El niño, el padre, el bastón. Tendría sus párvulos seis años. Inopinadamente, su padre apareció con un bastón de madera, puño repujado de plata, madera de cerezo. Le explicó al menor que venía de generaciones, le dijo que algún día le pertenecería. Y de súbito, el padre realiza un rápido movimiento que deja al hijo atónito: del bastón ha desenvainado un filoso estoque toledano, ricamente repujado. El deslumbramiento duraría toda la vida. “A veces”, dijo el padre “se ocupa defenderse, viejo.” Fue todo. Por aquí anda ahora el bastón.

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The White Stripes es una extraordinaria banda. Ejecutan, entre tanta cosa, una inolvidable canción de Bob Dylan: One more cup of coffee for the road. La composición revuelve los recuerdos, convoca los ardorosos años de la preparatoria, los corredores asoleados por el poniente del entrañable edificio del Instituto de Ciencias, el ring de box en el que alguna vez hubo necesidad de zanjar una pasajera enemistad, los “festivales de la expresión”, las fervorosas misas en la capilla del entresuelo, aún clandestina. Las cabalgatas por el lecho del arroyo de Atemajac, la casa clara de una muchacha vista entonces a la distancia, con un bosque a su vera. Nada, va una versión del poema dylanesco:


Dulce es tu aliento
Son tus ojos dos joyas en el cielo
Recta es tu espalda, tan suave tu pelo
Sobre la almohada en que reposas
Pero no queda afecto
Ni gratitud ni amor
No es para mí tu lealtad
Sino para las altas estrellas
Una taza más de café para el camino
Una taza más antes de irme
Hacia el valle a mis pies
Tu papá es un forajido
Y un vagabundo de oficio
Ya te enseñará cómo escoger
Y cómo lanzar la navaja
Vigila su reino
Para que ningún extraño irrumpa
Su voz tiembla mientras llama
Por otro plato de comida
Otra taza de café para el camino
Otra taza antes de largarme
Hacia el valle a mis pies
Tu hermana adivina el futuro
Como tu mamá y tú saben hacerlo

Nunca aprendiste a leer o a escribir
Ningún libro hay en tu repisa
Y tu placer no conoce límites
Tu voz es como la de los lagartos
Pero es tu corazón como un océano
Misterioso y oscuro
Una taza más de café para el camino
Una taza más antes de dejarte
Rumbo al valle a mis pies

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Un video visto a la pasada. Se trata de unos sifones redondos instalados en las corrientes de agua para generar electricidad. Brillante redescubrimiento de algo que Leonardo da Vinci había inventado hace siglos. Total, cada sifón forma, al mismo tiempo, una bellísima fuente que hubiera fascinado al mismo Luis Barragán. Ese efecto de remolino fue usado por el maestro para la fuente que dispuso en el Camino Real de México (1967-1968), dentro de la asesoría  que el arquitecto Ricardo Legorreta le contrató para el proyecto del hotel y que desembocaría en la obra maestra de su carrera. Vecina a la estupenda celosía colorderrosa de Mathias Goeritz –inspirada en los biombos de Chucho Reyes- la fuente en cuestión tiene una paleta giratoria que produce un continuo e inquietante remolino. Si le conectaran un generador ayudaría a ahorrar electricidad. Olé.

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