Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Con los calores que arrancan aparecen las flores moradas que acompañan los intrincados tejidos de la bugambilia. Con el correr de los años ambos vegetales han conformado una sola presencia que alterna o combina sus tonalidades impecablemente resueltas en un resplandor que marca los días de la estación cuaresmal. En un rincón del pasto aparece un contingente de pequeñas flores amarillas. El maestro jardinero considera la intervención, la encuentra alegre, decide mantener mientras así considere atinada la inopinada eclosión que puebla ahora con su colorido un rincón transfigurado. Mínimas medidas, instintivas providencias que van acendrando el carácter del jardín, que van imprimiendo en él un gusto, un parecer particular que vuelve más profunda la posesión del jardinero sobre sus dominios.

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Corredores del filo de la navaja, francotiradores en la oscuridad. Pasa la vida frente a ellos, muestra de cuando en vez su dorso dorado la oportunidad: las condiciones aparecen propicias, el azar endereza las cartas de navegación. Es el momento del trazo certero, de los muros que prefiguran recintos, de las arcadas que despliegan sus ritmos, de las terrazas propicias al tránsito de las estrellas, del jardín preparado para las ceremonias del sol. Y luego el trámite de las fatigas y las paciencias, de la calma largamente aprendida para sortear la navegación, de la sabia resistencia capaz de llegar a su destino. Al final, si hay suerte, se alzará el resultado, los espacios dirán lo que de la inicial visión logró perdurar. Para los arquitectos: we are only blade runners, snipers in the dark.

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Tránsito de las cosas: “Guarda una cosa veinte años, y al final de algo habrá de servir.” Pero no cualquier cosa, decía el señor que ya no está, sino aquéllas que encierren en sí mismas una calidad y un sentido que las hará, en un momento dado, pertinentes y útiles, adecuadas a una circunstancia que les devolverá su larga y dormida vigencia. De entrada, cuando el objeto aparece por primera vez, sucede una instantánea operación que sopesa su hechura, sus hipotéticas posibilidades, sobre todo su belleza. Es esta mirada certera la materia esencial de todo el proceso. Remates, jaladeras, herrajes varios, bisagras, herramientas, molduras de maderas magníficas, el inventario era amplio, inesperado. Y con la vuelta de los años, como por un misterioso magnetismo, cada elemento iba encontrando su lugar, revelaba un mínimo y grato destino, una precisa utilidad. Como pasa, quizá, con las lecturas que a lo largo de los calendarios se reúnen en la memoria. Muchas de ellas dejan una huella nítida, otras van a ocupar los remotos desvanes de la conciencia. Pero, en algún momento, por una impensada asociación de ideas, de ese cúmulo de referencias, muchas de ellas aparentemente extraviadas, una habrá capaz de iluminar el presente, orientar el futuro.

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Las maquetas de piedra van traduciendo a su rudo y a la vez tan refinado lenguaje lo que de alguna manera se intenta convocar. Yacen sobre los pretiles, interrogan la mirada con su fiera presencia. Poco a poco aparecen las sutilezas de la composición, los giros de la luz, la pesantez que enigmáticamente se vuelve aérea. Por fuerza de su misma esencialidad son pocos los elementos, y sin embargo los juegos de la geometría los vuelven innumerables. Veces hay que un ligero movimiento, un simple guiño del destino, completa la visión buscada. No es, por supuesto, una versión literal del futuro proyecto la que se intenta en esos trazos pétreos. Es quizás, mejor, una cierta destilación de sus cualidades más íntimas e intransferibles. Como algunos acordes que luego desplegarán sus vuelos. Como una silenciosa y larga meditación que lleva hacia los rumbos buscados. Amanecen de repente las maquetas cubiertas por las hojas que la enredadera dejó caer. Entre la piedra y la flor, en algún intersticio, un matiz indispensable ilumina al fin el grave juego de los vacíos y los llenos, de la materia y sus ahora despertadas vocaciones.

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El grupo sonríe. Al frente, el viejo maestro mantiene, a pesar de los años y sus agravios, la lejana dignidad de un gesto contenido y sobrio. Alrededor, la casa continúa con sus juegos de alegría y misterio. Eran las últimas temporadas, y el instante preciso queda ahora suspendido en la imagen. Una escena que tendería a reiterarse. Ciertas trayectorias que en ese lugar preciso tuvieron un fugitivo entrecruzamiento, unas cuantas iluminaciones. Quién guardó de ellas la decantada sabiduría del maestro, quién las atravesó sin apenas darse cuenta de la gravedad de la hora. Cada fotografía de grupo tiene estas alternativas, cada reunión de ánimos establece sus condiciones. El maestro sonreirá ahora, y la casa entera levanta para quien llega esa afable hospitalidad.

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Meccano. Un juego ahora inmediato, exacto. Las nobles leyes de la ingeniería incipiente, de la mecánica elemental hacían descubrir las invariables leyes de todo lo que se construye. Horas decidiendo cuál elemento era el justo, cuáles uniones convenían al ingenio en curso. Las piezas son impecables, las herramientas mínimas y eficaces. Planchas y largueros de distintas dimensiones, articulaciones, poleas, bandas de transmisión, engranajes, ruedas; y un magnífico motor de cuerda que ponía en movimiento, a veces, al invento. Y luego los colores vivos y optimistas, su esmerado terminado, su impecable combinación. Meccano: una palabra que hace resumir las vidas pasadas en busca del equilibrio, el movimiento, el sentido de lo que es. Arquímides y Platón, Newton y Joseph Paxton, todos quienes iluminaron el decurso del conocimiento humano comparecen en una robusta caja de cartón que sigue encerrando la maravilla, el descubrimiento, la obstinada laboriosidad que en ella se aprende.

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De Días hábiles, de Octavio Paz:

Paisaje

Peña y precipicio,
más tiempo que piedra,
materia sin tiempo.

Por sus cicatrices
sin moverse cae
perpetua agua virgen.

Reposa lo inmenso
piedra sobre piedra,
piedras sobre aire.

Se despliega el mundo
tal cual es, inmóvil
sol en el abismo.

Balanza del vértigo:
las rocas no pesan
más que nuestras sombras

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