Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. 8:17 de la mañana. La mesa de dibujo comienza a vibrar y oscilar levemente, como si quisiera despegar y elevar el vuelo. La raya sale más chueca que de costumbre. Por lo demás, los pájaros parecen seguir interperritos y la enredadera de la pérgola se está quieta. Al rato aparece el maestro jardinero y no hace el menor comentario, mientras quita algunas telarañas de un rincón. Temor y temblor, ah, Kierkegaard. La tierra recuerda, siniestramente socarrona, que está bien viva, que en cualquier rato puede mandar a la ciudad completa a la Barranca de Oblatos. Algo así como vaciar una charola de desperdicios en un sumidero.

El sumidero, claro, se vería temporalmente entorpecido, pero el río, con toda paciencia, se llevaría el tiradero, en unos cuantos instantes de la eternidad, al mar, a donde el constante Río Grande de Santiago seguiría llevando sus aguas. Así, el valle de Atemajac, estrenando topografía, florecería otra vez, los pastos crecidos a la vera de nuevos arroyos, habría arboledas que avanzan desde el bosque de la Primavera a la Barranca de Oblatos, pájaros y lagartos que se creían extintos, junto con otros desconocidos, darían otras músicas y otros silencios a los llanos despoblados.

Algunos grupos de sobrevivientes, al principio tímidos, habrían de llegar. Uno, dos niños nacen en los improvisados solares. Es cuestión de siglos para que estos hombres construyan otra ciudad. Pero tal vez sea de nuevo insensata e injusta, y entonces el temblor hará otra vez su tarea. Y así sucesivamente, hasta que se apague, quién lo sabrá, el sol. Cuestión de unos cuantos segundos en la cuenta larga del universo. Todo esto ya lo sabe el jardín, lo prevé el jardinero. Pero nada han de decir.

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Memoria del fuego. En 1921, por órdenes del presidente Obregón una bomba de dinamita fue puesta entre unas flores muy cerca de la tilma de Juan Diego. A la misma distancia, en dirección opuesta, se encontraba un pesado cristo de bronce. Explotó la bomba, se propagó un incendio. El cristo se dobló hasta hacer un arco; puede hoy verse todavía en la vieja Basílica de Guadalupe, dentro de una vitrina. A la Virgen no le pasó lo más mínimo, ni siquiera se rajó el vidrio común y corriente del marco. Chesterton algo decía que lo más milagroso de los milagros es que suceden.

El milagro de la veladora y el spinner. Amaneció un platillo volador calcinado sobre la mesa. Una veladora provocó la conflagración. Dejada ardiendo, en previsión de la salud de dos mujeres en predicamento, consumió el papel que la envolvía y procedió a incinerar el icono del santo patrono, a casi reventar el viejo vaso de los lápices, a hincar sus llamas sobre la mesa de dibujo. Una inmediata granada, la primera del nuevo árbol, amaneció tan campante. Lo mismo hizo el vecino avión de Saint-Exupéry.

A un centímetro del límite de la lumbre quedaron en paz el altero de grandes pliegos de los dibujos en curso y la caja de puros. Hipótesis del terror: con medio centímetro más, prenden pliegos y caja, libros, el celotex completo, los discos, los libreros, el palimpsesto de planos colgado en la otra pared junto con la cómoda. De allí, con toda facilidad, la astringente limpieza de las llamas se comunica con el archivo del planero y luego con el taller entero.

Pero, por razones inexplicables, nomás quedó un charquito de carbones sobre la mesa de trabajo y el icono de San Juan bien rostizado. El que pasa cavila: esa noche la suerte quedó decidida: como dijo The Clash: should I stay or should I go. Tocó quedarse. El que pasa retoma el dibujo, pone a la banda de Simonon y Strummer a todo volumen, se inclina ante la pequeña imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa, que sigue haciendo, a lo que se comprueba, de las suyas. Memoria del fuego.

El capitán y el enemigo. Captain and the enemy se llama la última novela de Graham Greene (1988). Sirva el título para conjurar los días de tormenta que barrieron la cubierta, para ahuyentar los negros pájaros del naufragio siempre al acecho, para aclarar el extravío de toda ruta, bajo el cielo sin ninguna estrella. Luego amanece la aurora dorada. Pero los enemigos siempre persisten, el capitán más que lo sabe. Como en los duelistas de la fábula de Conrad, el oscuro habrá obcecadamente de perseguir al otro a través de la vida. No habrá cuartel ni tregua: como una fiebre contraída desde la más temprana infancia, el péndulo de la desventura hace su camino, amplía sus vuelos, no terminará, tal vez, antes del último aliento. La tripulación mira de reojo, apurada, al capitán que se ensimisma cada vez más, que da sobre el puente de mando tragos cada vez más largos a la botella de ron, que golpea de cuando en vez la base del mástil con su sable como queriendo acabar de una buena vez con la incierta singladura. Reta al viento ululante, cuenta los relámpagos, se deja empapar bajo la lluvia helada, en el colmo de la insensatez manda disparar, a estribor, todos los cañones contra el mar embravecido, contra la noche enemiga. Repite por lo bajo, ya en aparente delirio, call me Ishmael…y se persigna sin cesar y sin mayor fe.

Retrato de Maira. Rebautizarla: i por y, fue el primer gesto de reconocimiento, en vista de los rigores de la estética y del aire tahitiano y gauguinesco que evocaba la muchacha de veinte años, discretísima y brillante alumna de la escuela de Arquitectura del Iteso. Nunca nadie, calladita, se veía de veras tan bonita. Su silencio hacía asumir, por extensión a sus pocas y claras palabras, una honda sabiduría milagrosamente depositada en ella, que se volvía a comprobar cuando la musa estaba en vena, raras veces. Una banda de muchachas que sin saberlo revoloteaban, magnetizadas, a su alrededor, se llamaban las tías: Rosaura, Carmen, Esther, Marta, Lucero. Luego vino la vida y sus turbillones, los años rodaron, se fue a Acapulco, tuvo sus niños. Como un pájaro herido regresó a la ciudad tiempo después. Se puso a vender los mejores páis, calladitos y oliendo a cielo también, de la comarca. Cuando pudo, regresó a la arquitectura, y dejó por años en el taller de la tontamente extinta Coplaur una estela de bondad, de gracia y de tranquila laboriosidad. Aprendió a dibujar en las tediosas máquinas del oficio, ella, que hacía los croquis más certeros y escuetos de la escuela. Siguió su curso, enfermó de la vida. Una última llamada por el teléfono dio la voz de alarma. La voz era la misma, pero más lejana. La arquitecta temía morirse, y no estaba de acuerdo, reclamaba con su extremada educación, atenciones. Todo lo que se pudo se hizo. Luego, el teléfono sonaba repetidamente de balde. Hasta que llegó el hachazo de la muerte. Una misa austera y algo vacía la despidió, la imagen de la Virgen de Guadalupe temblaba imperceptiblemente. Tolkien lo dijo indeleblemente: no todos los que se dan a la errancia están perdidos. La arquitecta se llamaba Maira. El nombre de quien pasaba, ahora es nadie.

Arcade Fire con David Bowie entonan uno de los himnos para los tiempos presentes. Se llama, escueto, Despierta. El personal, delirante, corea. La voz profunda del Camaleón, del White Thin Prince, entona con alegría desusada las estrofas, rasguea su guitarra con el entusiasmo del quien sabe que sus días están contados. Nos deja esta canción bravía, heredera de su Heroes, incombustible.

Despierta

Algo llenó
mi corazón de vacío. 
Alguien me dijo que no llorara.

Pero ahora soy más viejo,
mi corazón más frío,
y bien puedo ver la mentira.

Niños, despierten.
Levanten alto su yerro
antes de que vuelvan al verano polvo.

Si es que los niños no crecen,
nuestros cuerpos de agrandan mas los corazones se destrozan.
No somos más que un millón de diosecillos provocando tormentas de lluvia,
tornando toda cosa buena en herrumbre.

Me imagino que sólo queda conformarnos.

Con mis relámpagos fulgurando,
puedo ver donde estaré
cuando la huesuda avance y toque mi mano. 
 

Más valdría que miraras abajo.

(Bowie sonríe, impasible.)

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